Querida tú,
¿cómo estás? Me
parece que hace tiempo que no nos encontramos. Al menos, hace mucho que no nos
vemos como solíamos vernos: charlando en el silencio de la tarde. Claro está
que ni tú ni yo lo quisimos así, pero así sucedió. Nadie dice que nos amemos
menos. No, al contrario. Si estoy aquí y ahora, tipiando a estas horas de la tarde
es porque te amo como hace mucho tiempo no lo hacía. Y, claro, porque quiero
saber cómo estás.

¿Sabes qué se me
antoja en este momento? Además del té, claro está. Uno de tus pastelitos de
coco y limón. ¿Cómo van los burletes que compramos para el horno? Espero que
las tortas hayan dejado de desinflarse como las ruedas de mi bicicleta la
última vez que me escapé para decirte “hola”. ¿Te acordas de tu cara cuando
asomé de puntillas por la ventana de la cocina? Estaba empapado y muerto de
frío. Nunca me voy a olvidar de cómo se sentía el aire a tu alrededor: coco,
limón y vos. Fue la primera vez que probé uno de tus pastelitos. ¡Así me
enamoraste! Bueno, no, solo así no.
Pero qué ganas de comer uno de esos ahora mismo.
A esta altura
debes de estar quejándote por mi vieja costumbre de no hablar de mí. Bueno, te
voy a dar el gusto de saber de mí (pero en la medida justa, no me presiones).
Estuve ayudando a una joven con su escritura. A eso me he dedicado el último
mes. Y no te haces idea de la experiencia fascinante –y por momentos
desesperante– que fue hacerlo. Guiándola por entre sus propios renglones,
descubrí un montón de cosas de mi mismo. Y en ese proceso, me fue inevitable
pensar en vos siendo vos. En cómo soñábamos juntos con escribir nuestro libreto
y verlo cobrar vida cada jueves en la noche sobre los escenarios del centro.
Cada vez que imaginábamos juntos… era como si el mundo se detuviese sobre
nosotros y sacara apuntes acerca de lo que pensábamos. Sería lindo juntarnos y
reírnos de las notas que nunca llegamos a desarrollar.
Volviendo a la
joven, debo decirte que es una chica encantadora. Al principio la idea de
enseñarle a alguien lo que siempre defendí que no se puede enseñar, me
resultaba bastante molesta en el bolsillo. Pero, como ya te mencioné, en el
proceso me di cuenta de que ella me enseñó muchísimo más de lo que yo pude
haberle ayudado. Y la mejor paga de todas era su sonrisa cada vez que caía la
tarde. Verla sorprendida por sus logros y sonriente por mi orgullo, me hicieron
dar cuenta del verdadero valor de esas “clases”. Pero, al fin y al cabo, esas
horas pegado a renglones ajenos, fueron las que nos distanciaron. Por ello las
dejé atrás. Y aquí estoy de vuelta. Con la hoja en blanco y la tinta intacta.
Con los sentimientos de antes pero con más entusiasmo. Esta vez, terminaremos
de escribir juntos nuestra historia. Además, con lo que te he enseñado (y tú a
mí) en el último mes, todo se nos volverá más fácil. Las palabras saldrán solas
de nuestras venas. Y cuando queramos acordar, estaremos disfrutando de vernos
en letras.
Bueno, el tiempo
se agota y estás por terminar el último ejercicio antes del gran día, así que
mejor voy concluyendo. En unos minutos volveremos a ser tú y yo. Los de antes.
Los de siempre. Ha sido increíble vivir esto contigo, pero te extraño a ti. A
la sonrisa inquieta que siempre anda saltando a mi alrededor. Me alegra haberte
podido ayudar. Pero, ahora, es tiempo de volvernos a encontrar.
¿Vamos a caminar
y tal vez, si la lluvia no nos gana, a tomar un té de manzana?
Con un creciente amor,
yo.
yo.