De repente, en el medio de
la frialdad de la madrugada, me encontré entre mis propios pensamientos. Allí
estaba: sucio, herido, vacilante frente al presente. Con una piedra en una mano
y una rosa en la otra. Sin poder mirarme a los ojos. Sin poder acariciar mi
propia palma. Siendo yo mismo. El que siempre fui. El que jamás dejé de ser.
Ese a quien tanto aborrezco y tanto necesito para vivir.
Me encontré siendo el
asesino que visita las tumbas de sus víctimas. Cada año una distinta. Cada vez
una razón diferente. Frente al destino hecho polvo. Ya no queda nada cuando se
está allí: no hay aire, no hay recuerdos, no hay más engaños. Ese instante, ese
mísero momento en el que los ojos del asesino y la piedra lisa y fría de la
tumba se encuentran, tal vez sea el único segundo sincero de la existencia: ya
no hay nada que ocultar.

¿Qué me queda? Escucho a los
fantasmas de mi pasado. Ellos cantan lo que no me atrevo a pronunciar: todo
puede ser distinto. Podría dejar de mentirme y mentir como consecuencia. Podría
cerrar esa bóveda infinita de latidos animados por un relámpago piadoso. Quizás
sea el momento de asesinar y no asistir al funeral. Un asesino no es más que un
nexo entre el aquí y el un poco más allá. No es correcto que la culpa viva
fluctuando entre ambos lados. Uno debe ser el malo o ser el bueno: no ser el
carcelero cariñoso.
Es tiempo de clausurar esta
noche amarga. Es el momento de hundirme en lo más profundo de mis desencuentros
y gritarle al tiempo que se ha equivocado. Es la hora de abrir ambas manos y
dejar caer la piedra y la rosa. Que todo se desmorone a mi alrededor. Y que la
calma no sea más que tormenta.
No más víctima ni
victimario. Desde ahora… nada. Nada más que nada. Mientras escucho al silencio
de la muerte caminar hacia mí.