-¿Me llevas a la luna? – me preguntó desde los pies de la cama.
-¿Mañana podes? – contesté preguntando.
Sonrió y se guardó en su silencio. Sus ojos miel y soñadores se perdieron en el
aire. La luna parecía tan lejana… pero tan apetecible. ¿Cuándo llegaría su
oportunidad? Tantos y tantas la habían visitado, en invierno, en verano, en
otoño e incluso durante la primavera, sin importar que fuese la temporada baja.
Incluso había quienes se habían atrevido a visitar la luna en pleno día,
mientras se escondía del sol. Ella quería ir a la luna… y yo quería ir con
ella.
Me levanté directo hacia la cocina a preparar la cena. Era jueves, pero no
cualquier jueves. Me tocaba cocinar pero además, era el último jueves de
noviembre y eso significaba una sola cosa: la especialidad de la casa. Los
vegetales se mezclaban con la música y el aceite. La vista no podía ser mejor;
ella bailaba entre libros viejos mientras ordenaba su placard. Las notas que se
abrazaban a las zanahorias, puerros, cebollas y tomates, brotaban cálidas y
cariñosas desde la radio. El aroma casi vacío de la pasta en agua hirviendo y
el perfume desbordante de los vegetales en plena cocción, se apoderaban de la
casa y los pulmones. Todo estaba enamorado. Incluso, la pasta parecía tener
forma de luna mientras bailaba en el agua a borbotones.
El perfume añejo del vino se besó aventurero con el de la pasta y los
vegetales. La noche estaba inaugurada, con mantel y postre para dos.
-¿A qué hora nos vamos mañana? -
-A eso de las nueve de la noche tenes que estar aca – contesté con seguridad.
-¿Y qué tengo que llevar? ¿Vamos a acampar o a ir a un hotel? -
-Nada. No tenes que llevar nada. Eso si… ¿seguís teniendo aquel vestido blanco
a lunares rojos? -
-Si… Creo que si. ¿Por qué? -
-Tenes que ponerte ese, es mi única condición -
Su sonrisa y su expresión de desentendimiento se intercalaban dulces en su
rostro. La luna significaba todo. No era sólo la huida del mundo y de la
rutina. La luna era el sueño de todo enamorado. La luna era el lugar más
cotizado para pasear durante las tardes de invierno. La luna era el lugar al
que ella quería ir, y yo quería ir con ella…
El helado de frambuesa se paseó por sus labios y como enamorada
consecuencia, después por los míos. La luna se dibujaba blanca y sin visitas en
lo alto del cielo oscuro. La noche, amiga innata del satélite, se abrazó al
mundo y a nuestra cama tan pronto como el helado se hizo vapor entre nuestros
suspiros. Las sábanas, cómplices insospechables, se durmieron silenciosas entre
nosotros.
Me quedé largo rato observándola dormida entre mis brazos. Un mechón de
cabellos negros le caía rebelde por su frente y su respiración se hacía compás
dulce entre los ruidos de la noche. “Mañana… mañana te llevaré a la luna…”,
pensé antes de que el sueño me ganara la batalla.
La mañana se despertó feliz entre sus bostezos de brisa de primavera. Su
silueta se dibujaba en las sábanas, quedando sólo su perfume en la almohada
como prueba de que ella había dormido a mi lado.
“A las nueve estoy aca, con el vestido blanco a lunares rojos. No te olvides…
¡nos vamos a la luna!”, decía la nota que dejó sobre la mesita de luz.
Guardé la nota en el bolsillo del pantalón y salí raudo hacia la calle. La
lista de cosas que podía comprar se hacía interminable en mi cabeza. Pero había
algo que jamás podría comprar… la luna. ¿Cómo iríamos a la luna? Los cohetes se
habían vuelto mucho más accesibles en los últimos años, pero mi sueldo apenas
daba para irnos de vacaciones al balneario de siempre. ¿Cómo llegaríamos a la
luna? ¿Cómo lograría tener un pase a la luna antes de las nueve de la noche? La
luna… ¿quién había inventado a la luna? o aún más… ¿quién había dado ese primer paso hacia la luna?
Por un instante me sentí ahogado entre los autos que iban y venían
enfadados y la gente que se empujaba por cruzar primero. Pero recordé la noche
anterior… el gusto de aquellos labios con frambuesa continuaba adherido a mi
instintos. El amor lo podía todo. El amor me había hecho sentir distinto. El
amor era la fuerza absoluta e intachable que me hacía sentir que cada día era
distinto. El amor lo podía todo… el amor, podría llevarme a la luna.
Volví a casa cargado de bolsas repletas de lo mismo: mis deseos de ir a la luna
con ella. Cerré las cortinas y cubrí todas las bombitas de luz con telas
blancas. Corrí la mesa y todos los muebles del living contra las paredes y
coloqué el colchón en el centro. Cubrí el suelo con sábanas blancas y coloqué
desperdigados los pétalos de las rosas blancas que compré a la pasada. Aquello,
con ojos de enamorado, parecía los cráteres
misteriosos y blancos de la luna. La oscuridad se apoderaba de la casa
como el universo inmenso que rodea a la luna.
Me detuve por un segundo a admirar la foto que descansaba sobre el viejo
mueble de roble. Allí estábamos, ella y yo. Sonrientes y enamorados… igual a la
noche anterior. El amor, había permanecido arraigado al tiempo. Entre tantas
rutinas cambiantes, ya no había sentimientos que duraran en aquel caldo poco
próspero para el cultivo de semillas del corazón. Era casi un milagro… pero lo
era. Allí estábamos, ella y yo, iguales de enamorados que en la noche anterior.
La tarde se esfumó detrás del sol, y la noche cayó del cielo hasta
dormirse sobre la ciudad. Las nueve sonaron en el reloj de la cocina. Puntual,
se escuchó la llave en la cerradura.
Lo primero que ella vio al entrar fue un cartel que citaba: “BIENVENIDOS A LA
LUNA”.
-Bienvenida a la luna mi amor… encontré un parador con una vista hermosa- le
dije guiándola a la cama.
Sus ojos se habían empañado. El lugar parecía haber sido besado por la
mismísima luna. Jamás la había visto sonreír así. Tan ella, tan dulce, tan
emocionada que no cabía en ella misma. Y como enamorado reflejo, así me sentía.
Caíamos flotando sobre el colchón y los pétalos de rosas blancas saltaron
lentamente por el aire lunar. Las palabras aprendidas se nos olvidaron y el
único lenguaje fue el rozar de nuestras pieles y el encuentro concupiscente de
nuestros labios. Lucía tan hermosa en su vestido… aquel vestido con el que la
había visto por primera vez. Aquel mismo vestido que llevaba puesto el día que
se tomó la foto que hacía tan sólo unos minutos me encontraba mirando.
El helado de frambuesa fue el cómplice aquella noche. La despojé de su vestido
para perderme en la blancura de su cuerpo rebelde y nos fundimos en la noche
lunar. Éramos una solo con la luna. Un solo corazón latiendo más enamorado que
nunca. Un solo suspiro que brotaba de nuestro cuerpo y se abrazaba a las
sábanas lunares. Nos perdimos en el espacio y ninguno exclamó por auxilio.
La noche se fue adentrando en la madrugada y ya no sabíamos cual era su cuerpo
y cual era el mío… ni donde terminaban nuestros labios y comenzaba la luna. El
sueño se hacía realidad: ella en la luna, y yo con ella.
-Gracias mi amor… gracias por traerme a la luna…-