Dame uno, dos, tres y
empecemos otra vez. Démosle la vuelta al tiempo y volvamos a contar desde cero:
dame uno, dos, tres y empecemos de nuevo. Que la lluvia no nos moje. Que el
frío no nos congele. Que las ideas no nos distraigan. Que la música no nos
afloje. Que el reloj no nos separe. Que la rutina no nos condene. Que la gente
no nos mire ni comente. Que la noche no nos arrebate las ganas de empezar una y
otra vez.
Allí va uno y también vuelve
otro. Girando van y vienen sobre sí mismos, como dos burbujas que hacen del
aire un viento de jabón y sal, como dos jirones de primavera que se vuelven una
sola cometa, como dos ritmos que laten al compás de un huracán, como dos
hormonas que adolecen y nacen de nuevo, como dos palabras que se miran de
oración a oración, como dos varetas que se enlazan a una misma luna, como dos
chispas que suben, trepan y explotan engreídas en el cielo de diciembre. Allí
van, como un par de besos envenenados por la magia de la noche.
Saltan de tu boca a la mía y
de mis labios a tu cuello. También llegan las cosquillas, las mordidas, los
espasmos y la piel erizada. Por allá aparece un temblor, un par de mejillas
sonrojadas y los ojos se entrecierran. Una sonrisa asoma tímida, un labio se
muerde a sí mismo y la espalda se contrae. El perfume se derrite, el Sol nos
apuñala las entrañas, el ardor se vuelve temprana adicción y ya solo nos queda
bebernos como dos deseos que se encuentran puntuales en algún rincón de la
noche.
Y de repente, cuando la
aurora despunta tibia en el horizonte de la ciudad, más allá de los edificios,
el último beso grita victorioso: allí se fue otra noche que valió la vida.