Quisiera que te callaras por
un rato. Más que por un rato… ¿por qué no por el resto de tu vida o, al menos,
por lo que queda de la mía? Necesito silencio, pero no cualquier silencio: uno
de esos que detienen al tiempo en una profunda noche cerrada, donde nada puede
lastimarte porque nada puede tocarte… excepto tus propios pensamientos en voz
baja.
Sé que poco puede
interesarte lo que digo, pero te ruego –si acaso no debería ordenarte– que me
hagas caso. Esta vez, solo por esta vez, limitate a hacer lo que te pido. No te
estoy diciendo que vayas y te pegues un tiro cuando el atardecer comience a
salpicar en lo lejano del cielo, pero sí te pido que, por esta noche, hagas de
cuenta que no estás vivo, que nunca naciste, que jamás nos conocimos. Será solo
por una noche. Solo por esta noche.
Mañana entenderás mejor todo
esto. Al menos, sé que las pruebas sobre la mesa de lo que ahora te parece solo
un par de estupideces, saldarán tu sed de empecinado raciocinio. Igualmente,
dejame decirte una última cosa antes de que la noche nos separe –como la muerte
separa a la más caprichosa de las uniones–. A veces, aunque todo te diga que
no, la mejor opción es confiar: dejarte caer en las escépticas recomendaciones
de un consejo que parece marchito, pero que respira con delicada sabiduría. A
veces, por más que tu madre diga lo contrario, tenés que salir sin campera y
dejar que el invierno te resfríe hasta el último pensamiento. A veces, por más
que no tengas ganas, levantarte diez minutos antes te irá regalando la
acumulada sensación –sumamente realista– de haber vivido unos diez años más:
cuando llegue el momento, la muerte no sabrá qué hacer contigo.
¡Mirá la hora! Tenés que
irte y dejarme solo, pero solo de verdad: necesito que te encargues de que todo
el mundo respete eso. Será solo por una noche –tan larga y tan triste que hasta
la Luna olvidará el sabor de la luz en sus ojos–.
Andate. Y ni siquiera me
pienses.