martes, 28 de noviembre de 2017

"Quiero decirte algo: yo no quiero ser tu héroe"

–Estuve pensando… y quiero decirte algo: yo no quiero ser tu héroe.
–No entiendo.
–Claro, eso: yo no quiero salvarte de nada. Y menos que menos de vos misma. Sí me gustaría que sonrieras más, que sufrieras menos, que vivieras más, por decirlo de una manera. Pero yo no puedo ni quiero salvarte.
–Yo nunca te pedí que lo hicieras.
–No, ya lo sé. Pero muchas veces hablamos en términos de “curar” o que eras mi “caso más complicado”. Y en eso estuve pensando: yo no soy tu psicólogo ni tu psiquiatra. Soy un pibe que te ama con locura, pero nada más. Y no creo que eso me convierta en héroe.
–No… pero tu amor sí me salvó en muchos aspectos.
–Eso es diferente. Solo vos podés juzgar eso. A lo que voy es que no quiero estar todo el tiempo tratando de “arreglarte” para que estés mejor: esa pelea tenés que darla vos. Yo puedo acompañarte, darte para adelante, empujarte de vez en cuando. Pero no puedo remar por vos. ¿Me explico?
–Creo que sí… pero no sé por qué o cómo pensaste en todo eso.
–Es raro… tuve una especie de sueño, algo así como una premonición mientras dormía.
–¿Cómo?
–Soñé que nos habíamos separado. Nos soñé tristes, lejos y destruidos en corazón y mente. Nos soñé agotados emocionalmente. Hundidos cada uno en nuestro pozo. En un pozo oscuro, frío, muerto. No sé exactamente cómo fue que tomamos la estúpida decisión de separarnos, pero sí sé qué nos condenó a eso: mi empecinada idea de tratar de salvarte. Eso de creer que yo tenía que ser tu héroe. Y a eso voy: no quiero ser tu héroe si eso implica que terminemos así.
–Pero no vamos a terminar así… juntos para toda la vida, ¿te acordás?
–Lo sé, yo también lo quiero. Pero eso no se va a dar ni va a suceder si no trabajamos para que así sea. Y hoy, después de haber soñado eso, de habernos sentido separados durante tantos meses y tantas cuadras… siento que tenemos que cambiar algunas cosas, abandonar algunos caminos y abrir otros cielos. Sé que podemos no terminar así, pero también siento que eso depende de nosotros: de las cosas que hagamos y de las que decidamos no hacer.
–Yo no preciso que seas mi héroe. No preciso que me salves de nada. Ya hiciste suficiente. Un par de sonrisas al día, sí. Unas cuantas palabras de aliento, sí. Más de un consejo a la semana, sí. Pero no quiero depender de tu sonrisa para sonreír, de tus palabras para hablar o de tus consejos para actuar. Quizás, desde que te conocí, me dejé estar… me recosté sobre la suave sensación de sentir que me estabas llevando a un lugar mejor. Pero tenés razón: no podés ser mi héroe. Me diste y me das un montón de cosas… pero hay muchas que las tengo que hacer yo y vos no las podés hacer por mí.
–Igualmente, lo que hice hasta ahora… lo hice porque te amo. Y porque amo la idea de saber que, de alguna manera, podés ser más feliz. No quiero que sonrías para que yo pueda sonreír más. No. Quiero que sonrías porque me entusiasma terriblemente la idea de que puedas sentirte menos llena de dolor. No sé si me explico…
–Sí…
–O sea, si hago algo, no es porque quiera cambiarte a vos. Quiero cambiar cómo te sentís. Y ese es el asunto, tal vez: quiero cambiarlo, pero no debo hacerlo. Eso tenés que hacerlo vos. Puedo ayudarte, puedo hacer algo al respecto, pero no puedo ni debo hacerlo. Te quiero así como sos. Te quiero así de rota. Pero quiero ver menos nubes en tu corazón.
–Ya me has ayudado más que cualquiera en toda mi vida… y creeme que eso es mucho decir. En realidad, nunca nadie se había esmerado tanto en mí, así de raro como suena… ¿Y sabés qué?
–¿Qué?
–En vos veo algo que nunca había visto en nadie.
–¿Qué?
–Vos ves en mí lo que no hay, pero que sabés que puede estar. O que quiere estar. Yo quiero ser feliz. Al menos, no quiero sufrir tanto. Y vos creés en mí. Creés que yo puedo lograrlo. Y quizás, a lo largo de mi vida, me crucé con personas que terminaron resignándose a que esta era mi forma de estar en el mundo. No todos supieron ver cuánto dolor había y hay en mi interior. Por cuántas cosas sufro todos los días. Y vos sí te tomaste el tiempo para verlas, vivirlas, entenderlas… y para confiar en mí.
–También hay otra cosa que quiero decirte.
–¿Qué?
–Muchas veces hablamos, aunque suene incongruente, sobre nuestros silencios…
–Sí…
–Bueno, hay algo que quizás nunca dije, pero que sí pienso. No es malo vivir en silencio. No es malo no saber qué decir o no querer decir nada. Pero sí creo que eso se vuelve en tu contra cuando el no decir algo implica que sufras o que alguien no sepa lo mal que te sentís.
–Ya sé…
–No, pero en serio. No quiero que sientas que pongo palabras en tu boca. Si trato de que me hables, de que me digas esto o aquello, no es porque quiera obligarte a algo. Es porque estoy convencido de que hablar te va a hacer bien.
–Lo sé…
–No quiero cambiarte. Lejos de eso. Me enamoré de vos así. Como sos. Como no sos. Y sé que siempre vamos a encontrar la manera de encastrar.
–Entonces… ¿no vas a ser mi héroe?
–No, pero igual voy a ser el que te besa al final de la película. 

"Hero" - Family of the year 


domingo, 26 de noviembre de 2017

"Yo no elegí enamorarme de vos"

Yo no elegí mi nombre. No elegí el día de mi cumpleaños ni los años que pasaron desde ahí hasta este entonces. No elegí dónde nacer ni ser el hijo de tal o cual. No elegí ir la escuela que fui ni tener a los compañeros que tuve. No elegí a mis maestras, mis tíos, mis primos, mis abuelos o mis vecinos. Tampoco elegí a mis hermanos ni ser el hermano menor. No elegí soñar con las cosas que soñé y tampoco elegí que esos sueños cambiaran de golpe alguna vez.

Yo no elegí aprender a escribir ni aprender a leer. No elegí que escribir se volviera una parte de mi alma ni que no poder escribir se sienta como un castigo. No elegí que los demás comenzaran a llamarme escritor. No elegí publicar mi primer cuento siendo un niño. No elegí escribir poemas de amor. No elegí dedicarme durante mucho tiempo solo a los cuentos de terror. Tampoco elegí a la guitarra por sobre escribir: nunca hubiera podido cambiar la tinta por las cuerdas. No elegí a quienes podían leer lo que escribía. No elegí ocultar lo que escribo. Y tampoco elegí lastimar a nadie con las cosas que escribo o escribí.

Yo no elegí reírme de las cosas que me río. No elegí que me gustara la música que me gusta. No elegí bailar de la manera tonta en la que bailo. No elegí caminar dando saltitos ni estancarme en el cuerpo de un niño viejo. No elegí dormir boca abajo ni sufrir de tantos dolores de cabeza. No elegí tener que usar lentes. No elegí tener ojos celestes ni pelo rubio, aunque tampoco elegí que se me cayera el pelo. No elegí disfrutar hasta de los gélidos soles de invierno ni de los vientos de setiembre. No elegí que no me gustaran los gatos y tampoco elegí que al final sí me gustaran. No elegí no querer ser hincha de ningún cuadro de fútbol. Y tampoco elegí pensar como pienso.

Yo no elegí tantas cosas… simplemente sucedieron o se dieron así y no de otra manera. Y en muchos casos no tuve la opción de tomar mis propias elecciones: el corazón me obligó, el alma me obligó, la razón me obligó; como sea, algo u alguien decidió por mí.

Y así y todo, tampoco elegí enamorarme de vos. Sin embargo, si pudiera volver el tiempo atrás, y empoderarme de las decisiones de mi corazón… en esa inaudita situación, yo sí elegiría enamorarme de vos, una y otra vez.

viernes, 24 de noviembre de 2017

"Si estás viendo el mismo cielo rojo que yo..."

Las páginas del libro que vengo leyendo desde hace varios días no quieren soltarme. Voy y vengo entre los renglones sin levantar la mirada ni parar para ir al baño. Leo, leo, leo. Interpreto. Cuestiono y anticipo lo que está por suceder al inicio de la hoja siguiente. Y cuando todo está por sucederse como el escritor lo tenía planeado, algo me roba la atención. El mundo se desenfoca del libro y la realidad explota en la ventana. La fachada del edificio de enfrente está menos gris que de costumbre. Sonrío. “¿Será?”, pienso casi sin dudarlo. Dejo el libro en la mesa ratona y salgo al balcón.

Levanto la mirada y lo veo: el cielo está en llamas. Rojos, anaranjados, amarillos y algunos celestes. Nubes, también. Pero en llamas: un fuego tan vivo que quema con solo verlo desde lo mundano de la existencia. Un fuego tan rojo que no parece fuego. Un fuego tan encendido que el Sol pareciera morirse de envidia. Un fuego tan mágico… que me lleva a vos.

“¿Le estarás sacando una foto?”, pienso. Recuerdo las épocas en las que competíamos –sin en realidad competir– por ver quién sacaba la foto más linda. Aunque en los últimos tiempos, cuando las tardes nos encontraban separados, la competencia había perdido su condición de tal: lo importante había pasado a ser el necesitado hecho de compartir el cielo que no estábamos viendo juntos.

Entro corriendo hasta el living en busca de mi celular. Le desconecto los auriculares y vuelvo a salir. Lo desbloqueo, abro la cámara y apunto. Busco el encuadre perfecto: un poco de edificios, para denotar lo urbano del milagro; un poco de nubes, para dejar en claro que hasta las cosas lindas tienen su lado oscuro; un poco de celeste, para realzar el contraste; y mucho, mucho rojo desteñido. Y cuando ya no me queda más que capturar el momento… bajo el celular, cierro la cámara y lo vuelvo a bloquear.

“¿De qué me sirve la foto si no puedo mandártela? ¿De qué me sirve capturar este momento si no puedo compartirlo con vos? ¿De qué me sirve un cielo manchado… de qué me sirve este cielo rojo si no lo estoy viendo con vos?”. Lo miro. Lo miro. Lo miro. Me siento en el piso del balcón y comienzo a llorar sin dejar de mirar hacia arriba. Hasta la sal de mis lágrimas se tiñe de rojo y termina por parecer una sangre casi transparente. “Lágrimas de amor”, pienso.

Ya casi no queda luz y la noche está a punto de sepultar las últimas pinceladas rojizas. Dejo de llorar, seco mis lágrimas con mis dedos y cierro los ojos. Me quedo en blanco para poder dibujarnos juntos: nos imagino en tu balcón, codo a codo, mirando hacia el costado y hacia arriba, allí donde el cielo se quema sobre sí mismo y se vuelve rojo. Abro los ojos y lo miro apagarse.

“Si estás viendo el mismo cielo rojo que yo… Ojalá”.


jueves, 23 de noviembre de 2017

"Tres luces y una tercera oportunidad"

Tres veces, tres,
vi brillar las luces del San Antonio:
cuando peleaba por vos
y por un amor que escondías detrás de una piedra,
cuando nos dábamos tregua
y parábamos para respirar entre jadeo y jadeo,
cuando ahora, otra vez como al comienzo,
espero un milagro de décimas de diciembre.

Tres noches, tres,
que las viví bien diferentes:
la primera vez que no me contestaste,
la primera vez que hicimos el amor,
la primera vez que volví a dormir sin vos.

Tres besos, tres,
fueron los que nos marcaron
como una lluvia de silencios
que inunda la madrugada:
aquel beso tembloroso
que nerviosa iniciaste,
aquel beso lleno de verano
que nos encontró húmedos y amantes,
aquel beso en la frente
que fue mucho más que un hasta pronto.

Tres palabras, tres:
te amo again.

Tres luces, tres,
y una tercera oportunidad.

sábado, 18 de noviembre de 2017

"Una historia"

Una historia
que todavía no vive
podría ser escrita
en cualquier instante:
ahora, aquí
en este preciso momento,
tal vez mañana
quizás en treinta años,
pero la posibilidad vive y lucha
en lo más simple y vano
de un poco de tinta
a la que alguien o algunos
puede o pueden susurrarle
las medidas de un mundo
que todavía no grita,
pero que quiere ser.

Una historia
quiere enredarnos
entre lunas de verano
y vientos de ciudad,
quiere anudarnos
al vuelo fugaz y eterno
de una luz de esperanza
esa que va y no vuelve
buscando respuestas
y regalando amores,
quiere abrazarnos
entre sus brazos de papel
allí donde quedará intacta
la sumatoria sin restas
de todos los besos:
los de apuro
los de sal
y también los de sábanas.

Una historia
se teje sin instrucciones
saltando al vacío
de no saber a dónde va
ni querer saber a dónde llegar,
allá van las vueltas
girando sobre sí mismas
al ritmo de una noche de noviembre
que nos busca y nos encuentra
que nos habla y la escuchamos
que nos mira y no bajamos la mirada
que nos ama y no cerramos el alma;
el milagro está por ocurrir
el tiempo está por resignarse
y el mundo aceptará de una vez
lo que siempre debió ser:
la historia va por fin a empezar.

Una historia
nos está esperando.

miércoles, 15 de noviembre de 2017

"El amor después de vos"

El amor después de vos
dejó de ser lo mismo.

El amor después de vos
ya no volvió a ser lo mismo.

El amor después de vos
perdió la gracia.

El amor después de vos
olvidó lo que era amar.

El amor después de vos
fue una larga mentira.

El amor después de vos
abandonó sus principios.

El amor después de vos
ya no supo vivir de silencios.

El amor después de vos
jamás se sintió suficiente.

El amor después de vos
no pudo encontrar las razones.

El amor después de vos
se tiñó con el ardor del invierno.

El amor después de vos
partió el cielo y también el Sol.

El amor después de vos
solo me hizo mal.

El amor después de vos
engañó a los demás, pero a mí no.

El amor después de vos
mató mis ganas de amar otra vez.

El amor después de vos
no sirvió para salvarme.


El amor después de vos
dejó de ser amor.

El ¿amor? después de vos.

domingo, 12 de noviembre de 2017

"Desde hoy, el mundo obtendrá lo que me ha ofrecido una y otra vez: desinterés"

“La espera me agotó… no sé nada de vos”, cantó Cerati alguna vez. Y aunque escuché incontables veces esa canción, hoy, ese pedacito resopló en mi alma con un ritmo diferente: algo se movió, algo giró sobre sí mismo y se encontró envuelto en una semiosis diferente a todas las anteriores. No tiene nada que ver con un crimen, ni con cosas sin resolver: simplemente me hizo dar cuenta de lo agotador que resulta vivir esperando a ese “vos”.

Quizás al principio no lo explique de forma correcta (por no decir que tal vez nunca lleguen a entenderlo), pero es así de agotador como suena: conocer una y otra vez a la persona “no indicada”. ¿Imaginan lo agotador que resulta presentarse una y otra vez? ¿Hacer una y otra vez las mismas preguntas? ¿Responder una y otra vez las mismas respuestas? Incluso, ¿responder una y otra vez con respuestas diferentes? Ya perdí la cuenta de la cantidad de veces en las que conté lo que me gusta hacer, mi sabor de helado favorito, los lugares que frecuento, las cosas que no estudié, los sueños que todavía sueño y los desamores que ya no me pican. Qué aburrido, qué circularmente vicioso y, sobre todo, qué agotador resulta.

Desde este lado del mostrador, se siente tan frustrante y agobiante como condenarse a escuchar una y otra vez la misma canción. Sabiendo cómo va a sonar. Sabiendo cuál será la próxima palabra. Sabiendo cuándo vendrá el próximo silencio y el siguiente puente. Repitiéndola en silencio, con los labios apenas sueltos, como un rezo al que estamos obligados a creer o reventar. Hasta que llega ese momento en el que olvidamos que otras canciones existen, que otras músicas alguna vez fueron tocadas y que otras letras podrían ser escritas mañana. Desde entonces, la misma canción, sonando una y otra vez, se vuelve la canción. Y ya no se repite por su cuenta, sino que buscamos desesperadamente volver a reproducirla en cuanto sabemos que se está por terminar. Así de agotador se siente.

Muchos estarán pensando en “la estupidez que representa todo esto”: estar esperando a la persona perfecta. Pero lamento decirles que no estoy de acuerdo. Estoy cansado de besar sin besar, de mirar sin mirar, de abrazar sin abrazar, de hablar sin hablar, de encontrarse sin encontrarse. Si pedir que un beso me erice la piel, que una mirada me revuelva las entrañas… Si pedir que un abrazo me saque por un rato la tristeza, que alguien me escuche con interés mientras hablo… Si pedir que el sexo no sea simplemente una carrera por quien hace lo suyo más rápido… Si pedir algo de eso es estar exigiendo a la persona perfecta, pues sí, la exigiré. Porque no voy a condenarme a vivir una vida sin magia. Una vida tan seca como el alma de un golpeador. Una vida tan áspera como el Sol del infierno. Una vida tan asquerosa como el sabor del abuso que arrebata la inocencia.

Sé que lo dije muchas veces, y aunque no lo haya cumplido nunca de forma infinita, también sé que siempre tuve mis motivos. Sin embargo, esta vez existe una sutil diferencia con respecto a cómo me pararé frente al mundo. Ya no será un grito de “no al amor”. No, lejos de eso. Cuanto más amor tenga en mi vida, mejor. Esta vez, voy a cerrar mis propias puertas y mis propios cuentos. Desde hoy, el mundo obtendrá lo que tristemente me ha ofrecido una y otra vez: desinterés.

viernes, 10 de noviembre de 2017

"Hoy, ya no te encuentro tanto"

Por primera vez en mucho tiempo, me doy cuenta de que ya no tengo nada para decirte: ni bueno, ni malo. Y eso no creo que sea ni bueno, ni malo: es lo normal, lo que tarde o temprano iba a pasar, lo que finalmente nos sucedería. Vos hace tiempo te quedaste sin nada para decir. Y ahora yo tampoco tengo nada para decir.

La sensación es extremadamente extraña: tengo tinta, hojas, un blog, redes sociales… hasta la exagerada opción de sentarme enfrente a tu casa y esperar a que salgas. Pero, hoy por hoy, no sabría qué decirte. Y no porque haya agotado todo lo que tenía para decirte, sino porque simplemente ya no tengo nada para decir ni decirte. Hoy, estoy en paz. En paz conmigo, con vos, con lo que fuimos y también con lo que no fuimos.

Hoy puedo volver a escuchar esas canciones, a ir a esos lugares, a comer esas cosas, a pensar en esos días, a recordar esas noches, a replanificar esos sueños, a remontar esas ideas, a sentir esos latidos sin en realidad sentirlos. Hoy, ya no te encuentro tanto.

Mentiría si dijera que tu nombre no se me cruza en ninguna de las 24 horas del día, pero sí sería muy acertado afirmar que ese recuerdo ya no me habla desde el dolor: te recuerdo con la tímida sonrisa de quien se mira en el espejo y observa por casualidad una cicatriz que dejó una herida que cerró hace tiempo, aunque, de vez en cuando, todavía pica.

Sonreiría si supiera que sonreís. Me entristecería si supiera que estás triste. Te respondería si supiera que alguna vez me escribís. Me callaría si supiera que esperás que te hable. Viviría si supiera que estás muerta. Y moriría si supiera que elegiste no vivir más.

Al fin y al cabo, como ya no tengo nada para decirte, seguramente ni esté escribiendo esto: y lo digo con cariño, sin rencor, sin dolor, con amor. 

miércoles, 8 de noviembre de 2017

"En una gota de tu tiempo"

En una gota de tu tiempo
podríamos deconstruir el cielo
para volverlo a pintar a nuestro gusto:
con muchos desayunos a plena tarde
un par de veranos frescos
tu humedad hundida en la mía
dos, tres, quizás siete bochas de helado
y una tormenta tan eterna
que vuelva a empañarnos el cielo
para poder pintarlo una y otra vez.

En una gota de tu tiempo
quisiera congelar mis ojos
mirando lo que ya vimos y lo que no
con el horizonte alto y siempre intacto
en un mañana que jamás llega;
allá vamos sin saber cómo
allá vamos sin saber por qué
allá vamos sabiéndolo todo
porque hemos decidido que todo basta
con una respuesta que peca de trivial:
“–Te amo
–Yo también”.

En una gota de tu tiempo
dejaría crecer un jazmín de diciembre
que nos encuentre dulce también en julio
y nos envuelva triste un 31 de febrero:
el mundo girará sobre nosotros
como un aguacero de Bogotá
que va volviéndose una magia tan real
que pica y no sana, que ama y no muere;
el viento gritará sus penas
como un cohete de Illinois
que enciende todas las noches del reloj
en un mismo fuego de cosquillas.

En una gota de tu tiempo
me ahogaría sin remedio.

sábado, 4 de noviembre de 2017

"Del 1 al 29, ¿cómo está tu corazón?"

–Del 1 al 29, ¿cómo está tu corazón?
–¿29? ¿Por qué 29?
–No sé, del 1 al 10 parecía demasiado poco. Y del 1 al 30 me sonaba demasiado mucho.
–No tiene sentido lo que decís.
–¿Y tiene sentido que el corazón esté o no esté de una manera?
–Sí, eso sí. Pero no del 1 al 29. Podría ser del 1 al 100.
–¿Por qué?
–Porque del 1 al 29 no es justo ni representativo. A veces se está demasiado roto, a veces se está demasiado sano, y a veces simplemente se está en un punto muer-… medio. Un punto medio.
–¿Muerto?
–No. Esa no era la palabra.
–Pero era lo que ibas a decir…
–Pero no.
–Entonces, ¿del 1 al 29? ¿Un 10?
–¿Eh? ¿Por qué tan bajo? ¿Qué te hace pensar eso?
–Hablar del corazón en punto muerto… No sé, eso pensé.
–Estoy bien. En esa escala rara que usás, te diría un… 15. Sí, 15.
–¿15? ¡Ja!
–¿Qué tiene?
–Gente con el corazón roto de verdad me ha llegado a decir 18, 19. Hasta 20.
–Eso sería un cero.
–No, eso sería punto muerto. Sin sentimientos. Sin nada. Un corazón que no se mueve.
–Estás exagerando. Un 20 es un corazón sanísimo, hasta capaz que enamorado. Yo qué sé. Un 15 es normal, es un corazón que capaz no está enamorado, pero sí lo suficientemente tibio como para sentirse bien consigo mismo.
–¿Consigo mismo? Pero el corazón no es solo para quererse para adentro. También es para querer afuera.
–Sí, claro. Pero, ¿cómo vas a querer afuera si no querés a lo de adentro?
–Entonces, si lo ponemos como lo ponés vos, no estás en un 15: estás en un 20, un 22.
–Prefiero el 15.
–Como sea, ¿volvemos a entrar?
–Pará, decime vos: del 1 al 29, ¿cómo está tu corazón?
–16.

jueves, 2 de noviembre de 2017

"La ventana de la calle Ejido"

Paso por tu ventana y me encuentro con el ángulo tímido de tu cortina, siempre intacta, mirándome con tristeza: adentro una inmaculada oscuridad que todavía late amarga. Afuera, desde enfrente, yo: mirando cómo ya no estás para mirarme. Para gritarme un saludo. Para sonreírme sin sonreír. Cuatro marcos rodean vacío el recuerdo de tu sombra: allí sigue vivo tu silencio, los secretos que me confiaste, las cosas que nunca me dijiste, las meriendas que tantas veces compartimos y el ardor suculento de una adolescencia que nos separó demasiado pronto. De repente, una luz se enciende: mi corazón se acelera y me entusiasma la idea de que corras la cortina y me encuentres buscándote desde la soledad de la calle. Uno, dos, siete y al final quince segundos: la luz se apaga y vuelve la oscuridad. Tan oscura como siempre. Más oscura que nunca. Me pregunto si allí seguirán tu cama, tu escritorio, tus dibujos y tu ropa. ¿Tu olor? ¿Tu tos? ¿Tu picazón? Quizás todavía sigue allí el libro que te presté: quizás todavía lo sigas leyendo. Quizás todavía estén sobre tu mesita las cuadernolas de literatura y también las de matemática. Un par de chicles de Bob Esponja que sobraron de un cumpleaños del que ya no nos acordamos. Una ventana: te sigo buscando. Que el vidrio se empañe. Que la cortina se mueva un milímetro. Que la luz se encienda viva durante toda la madrugada. Que el tiempo vuelva atrás y la cortina se abra, la noche se detenga y el invierno nos encuentre entre pocas palabras y muchas sonrisas, hundidos entre nuestros planes de conquista: que ella todavía no sea tu novia, que sigamos pensando cómo podés hablarle, a dónde pueden salir por primera vez, qué sabor tendrá su segundo beso, quién podría comprarles un paquete de condones. Un ómnibus que pasa me devuelve a la lejanía de no encontrarte: yo estoy acá, pero vos no estás allá. Una ventana vacía. Una calle triste. Un recuerdo quieto. Sigo caminando.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

"Explicar o narrar: vivir sin vivir o vivir lleno de magia"

“Yo estaba empeñado en no ver lo que vi… pero, a veces, la vida es más compleja de lo que parece”, escuché esta tarde cantar a Drexler. Y una vez más, comprobé que tiene razón en muchas de las cosas que dice. También, debo reconocer, recordé de inmediato aquel texto que escribí que decía algo así como “desenamorarnos: eso que no hacemos ni sabemos (ni queremos)”. Y por ahí viene la idea.

Existen dos formas de escribir: explicar o narrar. Los escritores vacíos –o mejor dicho, aquellos que pecan del pecado de llamarse a sí mismos escritores– suelen desarrollar la primera forma: explican hasta el cansancio, aunque traten de disimularlo bajo engorrosas metáforas que no conducen a nada, más que a una sensación autoconformista del que redacta. Las ideas no se conectan, sino que se vomitan. Los climas se ensamblan y no se respiran. Las imágenes se imprimen, pero no se ven. ¿Más claro?: es como si dos personas trataran de hacer el amor, pero sus cuerpos solo chocan sin entenderse. Los escritores que escriben son aquellos que narran: transportan al lector al cuarto en penumbras donde está por ocurrir el asesinato más estúpido del siglo veintiuno, contagian de cosquillas a los que leen que el Sol se levantó con hambre, abrazan en un beso de dos a un tercero que está leyendo desde la distancia del ir y venir de las hojas. Un escritor –que narra– nos hace vivir en y a través de la historia. El mundo, la existencia, un par de latidos: todo se impregna con el sentido que explota en un instante de tinta.

¿A dónde quiero llegar? Ya voy, ya voy: acá va. Así como existen dos formas de escribir –o de ser escritor–, creo que existen dos formas de vivir: explicando o narrando. Quizás para algunos aspectos de la vida no sea tan malo el vivir bajo el manto desamorado de las explicaciones: estudiar para un parcial, el primer día en un trabajo nuevo, al momento del examen de conducir, cuando el médico te explica cómo será la quimioterapia o hasta cuando tratás de elegir un paquete de arroz que te guste en el supermercado. El problema está en todas las tantas cosas que vivimos a través de explicar, cuando en realidad deberíamos dejarnos narrar.

¿Alguien se imagina explicando un amor a primera vista, el gusto de la merienda de una infancia llena de polvo, el momento en que los ojos de un hijo y un padre se encuentran por primera vez, el ritmo exacto al que latió un corazón cuando presenció el final de una película que lo colmó, el ángulo de una sonrisa que se enciende ancha al descubrir que tiene otra enfrente, la temperatura a la que hierve el estómago cuando una mala noticia llega a puerto? No: esas cosas no se explican, se narran.

Ahora, volvamos por un instante a Drexler: “Yo estaba empeñado en no ver lo que vi… pero, a veces, la vida es más compleja de lo que parece”. ¿Y si nos empeñamos en no ver todo lo que diariamente estamos explicando? Sí, claro que la vida es más compleja de lo que parece: no es tan sencillo darnos cuenta. Incluso, puede que nos demos cuenta y que prefiramos mirar para otro lado: a veces es más fácil explicar que narrar. ¿Cuántas veces escuchamos (y nos escuchamos) decir “no quiero pensar en eso”? No pensamos, no sentimos y dejamos que la vida se encargue de explicarlo y de encontrarle un lugar. Pero el problema está en que paulatinamente, un poco más todos los días, vamos relegándonos de la magia más cosquillosa que tiene esto de vivir: narrar.

Explicar nos va enfriando, nos hace dejar de sentir con la piel, de besar con el alma y de temer con el aliento. Quizás algunos lo prefieran, porque eligen arroparse en la comodidad de que la vida les pase por al lado, de que no les rompan el corazón, de que el helado no les queme por un rato las ideas, de que la lluvia no los moje, de que el hambre siempre tenga la misma solución. Pero si están acá, leyendo esto, seguramente no tengan miedo de pensar lo que haya que pensar, de darse cuenta de lo que no veíamos y de sentir de p a . Si es así, esa ya es una victoria.

Seguramente yo también llevo demasiado tiempo empeñado en no ver… pero ahora que lo vi, trato de verlo.