viernes, 24 de noviembre de 2017

"Si estás viendo el mismo cielo rojo que yo..."

Las páginas del libro que vengo leyendo desde hace varios días no quieren soltarme. Voy y vengo entre los renglones sin levantar la mirada ni parar para ir al baño. Leo, leo, leo. Interpreto. Cuestiono y anticipo lo que está por suceder al inicio de la hoja siguiente. Y cuando todo está por sucederse como el escritor lo tenía planeado, algo me roba la atención. El mundo se desenfoca del libro y la realidad explota en la ventana. La fachada del edificio de enfrente está menos gris que de costumbre. Sonrío. “¿Será?”, pienso casi sin dudarlo. Dejo el libro en la mesa ratona y salgo al balcón.

Levanto la mirada y lo veo: el cielo está en llamas. Rojos, anaranjados, amarillos y algunos celestes. Nubes, también. Pero en llamas: un fuego tan vivo que quema con solo verlo desde lo mundano de la existencia. Un fuego tan rojo que no parece fuego. Un fuego tan encendido que el Sol pareciera morirse de envidia. Un fuego tan mágico… que me lleva a vos.

“¿Le estarás sacando una foto?”, pienso. Recuerdo las épocas en las que competíamos –sin en realidad competir– por ver quién sacaba la foto más linda. Aunque en los últimos tiempos, cuando las tardes nos encontraban separados, la competencia había perdido su condición de tal: lo importante había pasado a ser el necesitado hecho de compartir el cielo que no estábamos viendo juntos.

Entro corriendo hasta el living en busca de mi celular. Le desconecto los auriculares y vuelvo a salir. Lo desbloqueo, abro la cámara y apunto. Busco el encuadre perfecto: un poco de edificios, para denotar lo urbano del milagro; un poco de nubes, para dejar en claro que hasta las cosas lindas tienen su lado oscuro; un poco de celeste, para realzar el contraste; y mucho, mucho rojo desteñido. Y cuando ya no me queda más que capturar el momento… bajo el celular, cierro la cámara y lo vuelvo a bloquear.

“¿De qué me sirve la foto si no puedo mandártela? ¿De qué me sirve capturar este momento si no puedo compartirlo con vos? ¿De qué me sirve un cielo manchado… de qué me sirve este cielo rojo si no lo estoy viendo con vos?”. Lo miro. Lo miro. Lo miro. Me siento en el piso del balcón y comienzo a llorar sin dejar de mirar hacia arriba. Hasta la sal de mis lágrimas se tiñe de rojo y termina por parecer una sangre casi transparente. “Lágrimas de amor”, pienso.

Ya casi no queda luz y la noche está a punto de sepultar las últimas pinceladas rojizas. Dejo de llorar, seco mis lágrimas con mis dedos y cierro los ojos. Me quedo en blanco para poder dibujarnos juntos: nos imagino en tu balcón, codo a codo, mirando hacia el costado y hacia arriba, allí donde el cielo se quema sobre sí mismo y se vuelve rojo. Abro los ojos y lo miro apagarse.

“Si estás viendo el mismo cielo rojo que yo… Ojalá”.


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