Advierto en estas primeras líneas, invocando a las más vitales y futuras
consecuencias que ya puedo ver expresadas en letras, que el contenido que
vendrá en los renglones subsiguientes será completamente empalagoso, romántico
al punto tal de ser el más cursi de todos los discursos y aún más, prometo
esconder alguna rima atrevida como guiñada a los más grandes literatos del amor
en verso. Advierto, entonces, a aquellos quienes los contenidos sobre el amor,
no saben o no pueden digerir con facilidad. ¡Cuidado lector, ten cuidado!
Ahora que te encuentro en este segundo párrafo, puedo deducir que has
sido lo suficientemente valiente para asomarte al precipicio, o, por el otro
extremo, lo suficientemente cobarde como para leer de reojo lo que venía
después y encontrarte allí con mi bienvenida. De cualquier forma,
felicitaciones por seguir. Aquí, mi valiente o tímido lector, voy a contarte
una historia de mentira y una mentira de una historia. Aquí voy a revelar mi
asombro y mi agrado, al descubrir y vivir uno de los mitos más antiguos de la
historia. Y no hablo del casamiento, ni del noviazgo, ni de la amistad, y
aunque suene raro, tampoco voy a hablar del amor como sentimiento maduro.
Remando lenta y cariñosamente, avanzaré hacia lo mares de algo mucho más sencillo
y hermoso; ¿posible o no? Ya lo veremos.
Las teorías sobre su real existencia o potencial desarrollo son varias y
susceptibles al paso del tiempo y los sentidos. Como bien dijo alguien una vez:
“cada uno de los sentidos, interroga al mundo a su manera”, y así, es posible
que este fenómeno surja. Cada sentido hace lo suyo. Cada sentido hizo lo suyo.
Sus labios ni muy rojos ni muy rosados fueron lo primero en abrocharse a mis
ojos. Luego, vino su sonrisa grande como el cielo y se hizo un lugar al lado de
sus labios. Casi instantáneamente, el sonido, ¿y qué digo sonido?, la música
emanada de su boca logró atarse a mis oídos hasta el punto tal de desnudarme la
piel con un “hola”. La despedida que siempre tiene un gusto amargo, esta vez,
tuvo un toque distinto. El adiós fue la razón suficiente para hundirme en el
perfume de su piel blanca y transparente. El adiós fue la excusa caída del
reloj para rozar su mejilla con la mía y así sentir que el mismo cielo, baja de
las alturas y se abraza a mi rostro. ¡Hermoso adiós que dio fortuna a mi tacto
y olfato!
Una vez más, recuerdo la advertencia del comienzo: ¡cuidado con estos versos,
cargados de azúcar sin café!
Se preguntarán ustedes por la manera en el qué el gusto interrogó a su
esencia. Pues bien, esa es la pregunta que no tiene respuesta, sino conclusión.
La conjunción de los demás interrogatorios dio paso a la percepción del sabor.
¡Y qué sabor! Indescriptiblemente pálido, sangriento, juvenal y jubiloso,
natural y empedernido, del mismo cielo y del mismo infierno, único en su
especie y reiterativamente de tilo, me sabio su esencia misma en la boca del
estómago hasta la comisura de mis labios.
Más allá de lo poéticamente biológico, influye e influyó una cuestión
social y moral, ineludiblemente apetecible. ¿Quién es capaz de captar la
atención de un alma errante con tan solo caminar por delante de su presencia?
¿Qué milagro tan bien bendecido es capaz de matar al hombre para revivirlo y
ser el (ella) la causa de su vuelta a la vida? ¿Qué combinación tan armoniosa y
perfectamente conjugada es capaz de detener el paso del tiempo con tan solo
entrar en la habitación? La respuesta eres tú. La respuesta, mis queridos
lectores, es ella. Hermosa actitud que te balanceas de un lado al otro. Hermosa
actitud que pasas de largo y saludas con los ojos callados. Hermosa actitud que
respira el mundo y lo vuelve divino.
Algunas veces pienso al verla cosas como: “no me mires así”, “no te rías
así”, “no me hables así”, “no camines así”, “no no me mires así”. Me tildan de
tonto, bobo y mal enseñado, pero igualmente, no puedo evitar morir y resucitar
cuando haces esas cosas. Porque de esos momentos sencillos y triviales me
alimento. Porque de tus costumbres me vuelvo adicto. Porque de tu existencia me
inspiro.
No voy a decir en ningún tono de “las cuatro estaciones” que siento que
te conozco de toda la vida, ni que te vi en mis sueños, ni que ya te conozco de
mis vidas pasadas. Definitivamente no. De ese constante descubrimiento es que
me enamoro todos los días. De ese no saber que siempre resulta en sorpresa, es
que vuelvo a elegirte a cada segundo. De ese desconocimiento pasado, presente y
seguramente siempre un poco en el futuro, es que vivo sabiendo que tendremos un
mañana: cada momento tendrá un sabor distinto. ¡Gracias a la vida por recién
traerte a mis orillas!
Y aunque en realidad, poco hablemos, puedo decirte a ti, y también a
ustedes mis queridos lectores, que sus silencios son los que hacen posible todo
este despilfarro de latidos rojos. Pocas veces coincidimos en nuestras rutinas,
y hasta el momento, debo confesar, que jamás hemos tenido la oportunidad de
huir del reloj fuera de nuestras comunes cuatro paredes. Somos fruto de un
carcelero encuentro que muere al mediodía. Somos simplemente números que
coincidieron en un mismo tiempo. Somos una ella y un él, que tan
desconocidamente, acudieron al mismo puerto, por el mismo viaje, en el mismo
barco, con los mismos deseos y con el mismo destino.
No le he dicho todo, pero en minutos asomarán sus piernas por la puerta
de en frente y no puedo perder ni un solo momento. Ya puedo sentirla caminar
por entre la multitud apagada. Allí viene… y aquí estoy yo, enamorado a primera
vista.