Hubo una vez una noche
blanca. Un cielo sin cielo, en el que solo había nada. Allí vivían la rutina,
el pasado y un tal presente ameno. Las cosas iban bien: todo dentro de lo
planeado, todo dentro de lo normal y lo esperado. Nada se salía de su lugar. Y así
se estaba bien. Porque el orden no es malo y los formularios tampoco.
Igualmente, algunas cosas no
eran tan simpáticas a la vista. Había razones para hacer y decir las cosas,
pero ninguna era lo suficientemente fuerte como para llevarlas a todas. No había
un gran horizonte ni un libro de esos que no se leen en un viaje. A veces todo
era porque si. Y otras veces, ni siquiera había ganas de buscar un por qué.
Pero el latido allí estaba: lento, cotidiano y lejano en algún lugar del
cuerpo. Pero estaba, y con eso alcanzaba para seguir a cuestas.
Hasta que un día, algo
ocurrió. Un papel se salió de su lugar. Un viento no giró cuando debía girar.
Una mancha amarilla comenzó a desperdigarse por el cielo sin cielo. Y las cosas
que iban bien, siguieron bien y de repente aún mejor. Y todo lo que estaba en
su lugar, se movió. Se produzco un giro que se encargó de teñir al aire de
verde. Hasta el silencio puedo escucharse en el bullicio de la primavera
saliente.
Un latido resonó firme y
luminoso a lo largo de todo el cuerpo. Y más: su fuerza salió al mundo y se
escuchó sonar hasta el otro lado del océano. Y de repente, sin que nadie lo
imaginase, ya no hubo nada mejor que aquello, que aquel nuevo estado de cosas. Porque
se había estado bien, pero se llegó a algo muchísimo mejor. La vida cobró gusto
a vida y el sol volvió a sentirse tibio sobre la piel. Todo, todo se despertó.
Y todo, todo te lo debo a vos.