Evidentemente, perdí la guerra. Ni los muros, ni los poetas soldados, ni
las flores del mal, ni los gestos altruistas, ni las miradas llenas de
lágrimas; nada pudo contra el enemigo.
Podría ponerme a filosofar, casi que en forma de auto venganza, sobre el por
qué de mi derrota, pero hacerlo, no significaría nada. Porque esta vez, no
quiero aprender de las cenizas. Porque en realidad, el fuego no quemó tantas
palabras mal dichas, sino que arrasó, por el contrario, con las no dichas. Así
que juzgarme y juzgar lo ocurrido, no sería más que recordar algo que intento
olvidar.
Llovieron noches venenosas durante mucho tiempo. Y no hubo pueblo en mi
patria que no bebiese de esos charcos hediondos; no por haber perdido el
olfato, sino porque no había alternativa. La salida nunca tuvo un cartel por
encima que dijera “aquí estoy”. Los suelos y las nubes se complotaron para
hacerle perder el camino a cualquier valeroso errante que estuviese decidido a
escapar de aquella masacre. Del mismo modo, aquellos que encontraron la salida,
no pudieron volver. No porque no lo quisiera, ni porque ellos no lo quisieran,
sino porque alguien más no lo quiso, y si ese alguien no quiere, querer ya no
es poder.
Recuerdo con densa melancolía, aquellas mañanas en las que los campos
amanecían callados desde el horizonte. Con las primeras luces de la aurora, los
caballos trotaban lento por encima del rocío y las madres se levantaban con el
canto de flores y pájaros que se reencontraban tras una triste noche separados.
Lentamente las voces de los niños y el ruido de las páginas de los diarios
siendo pasadas, comenzaban a volverse eco en el silencio del verde. Luego
venían las risas y las despedidas de almohada y café.
Los brotes verdes se desperezaban sobre la tierra y el sol comenzaba a
llover sobre sus cuerpos. La vida nacía en cada rincón del pueblo. Así lo
quería la mañana. Así lo veía yo desde mi balcón. Así lo quería el que cuando
quiere, puede.
El mediodía siempre tenía aroma a sopa. Las verduras hervían
cariñosamente en las ollas de metal, mientras los niños volvían de la escuela
con las túnicas manchadas de juegos y sueños nuevos. Recuerdo el aroma de los
arbustos de cedrón que la brisa hacía golpear contra mi puerta.
Ya cuando el sol daba tregua, la tarde sabía fresca y podía verse cómo las
ruedas, las pelotas y las muñecas, todas salían a jugar en las calles vacías.
Como si pudiera hablarle, recuerdo a una anciana que todas las tardes, a la
misma hora, sacaba una silla a su puerta y se sentaba a tejer. Siempre
confeccionaba algo distinto, con colores alegres y a veces tristes; según decía
ella, eso dependía de cómo se sentía. Cómo olvidar el color de aquellas lanas
que asomaron el día que todo se vino abajo… Jamás podré olvidar aquel profundo
carmesí que corría por entre sus agujas.
Prefiero no evocar las noches. No porque no fuesen hermosas y
febrilmente pasionales. Sino porque una noche como cualquiera otra, fue cuando
nuestro pueblo fue azotado por el yugo tirano del destino… y como ya dije, no
recordaré algo que intento olvidar. Los ojos todavía respiran sal de tantas
lágrimas derramadas y las cicatrices en mis brazos, piernas y cuello, aún laten
con rabia y desdén. Asimismo, aún puedo oír en mi cabeza los gritos de los
pueblerinos al ver como el fuego consumía sus casas y a sus seres queridos. Ese
dolor quedará impregnado en mi mente para siempre y por siempre, como el
recuerdo de que la muerte, no olvida ni llega tarde.
Reconocer los errores forma parte de cualquier plan de reconstrucción.
Está en la tapa de cualquier libro. Pero, ¿qué pasa cuando los errores apenas
fueron una parte de la devastación? No hay portada, prólogo o novela entera que
diga cómo actuar contra el destino.
Heme aquí ahora, tomado de las manos con los sobrevivientes. Mirando cómo ha
quedado nuestro querido pueblo. Habiendo rescatado las pocas semillas que
quedaron de un lugar donde todo era vida. Dispuestos a dejar nuestra alma en el
futuro. Porque estamos confiados de que lo mejor está por venir. Pero estamos
tristes, solos, destruidos en cuerpo y esperanza. La venda es grande y los
cuidados intensivos, pero el temor jamás dejará de asomar en cada casa que
volvamos a levantar, en cada árbol que enderecemos, en cada madre que engendre
vida en su cuerpo.
Recuerdo que sin que fuese fin de año,
rompimos los calendarios y los echamos al fuego que casi se consumía. Recuerdo
que alguien dijo “estamos volviendo a empezar, con las lágrimas en los
bolsillos, haciéndonos pesar el dolor que vivimos, pero con el cielo en
nuestros ojos, recordándonos que el futuro podrá nublarse, podrá despejarse,
podrá poner el sol sobre sus hombros…”. Recuerdo que aquel silencio que solo
había antes de que despertara la mañana, luego de la guerra, nos duró mucho
tiempo a todos, e incluso hoy, de vez en cuando, a cualquier hora, si uno
cierra los ojos, puedo sentir el silencio en algún lugar del campo…