Montevideo, 1° de mayo de
2016
Querido yo,
lamento no
comenzar estar carta preguntándote “¿cómo estás”; de hacerlo, sería muy
hipócrita de mi parte esperar un “bien, bien” o un “acá andamos”. Y desde mi
mayor necesidad, eso sería lo único que quisiera escuchar como respuesta, si
obviamos los “muy bien” o frases como “en la mejor etapa de mi vida”. Ambos
sabemos que ninguno de los dos contestaría, hoy por hoy, algo así. Así que, mejor,
nos ahorramos la pregunta inicial.
Pasó otro año.
Quiero creer que no fue un año menos, ni un año más. Algo en mí quiere sentir
que fue un año que dejó tanto y tan poco que vale la pena repasarlo en un par
de renglones vagos. Así que, al ritmo de canciones angustiantes, aquí vengo a
decirte un montón de verdades y, como solo vos y yo podríamos saberlo, un
montón de mentiras bien vestidas. Igualmente, no te asustes; ¿cómo podrías
asustarte de vos mismo? Quizás ese sea el problema, a veces nos tenemos
demasiado miedo como para mirarnos a la cara y decirnos todo lo que pensamos y
sentimos, y nos condenamos a un eterno y agobiante silencio. Pero hoy no será
una de esas tantas veces en las que nos hablamos de labios sellados.
¿Qué te pasó? No
sos el mismo que hace un año atrás. Estás diferente e hiciste que las cosas
sean hoy diferentes. ¿Jamás te preguntaste por qué lo hiciste? ¿Qué te llevó a
romper con todo lo que tenías armado? Estábamos tan cómodos parados sobre un
mapa que no tenía zonas oscuras; los caminos estaban allí, iluminados y prontos
para ser caminados. Sin embargo, poco te importó. ¿Por qué? ¿Acaso fue
precisamente esa la razón? Ambos sabemos que nunca nos gustaron las cosas
fáciles, y que siempre soñamos con encontrar “nuestro caso más difícil”. Tal
vez sea eso; sin darnos cuenta, nos encontramos llanos, demasiado expuestos,
demasiado iluminados, demasiado calmos. ¿Y qué es de la vida sin un poco de
tormenta?
Una vez nos
dijeron que el corazón de un escritor necesita de dos cosas: una hoja en la que
pensar y un amor que no lo deje pensar. Así que nada tiene que ver esa falsa
teoría de que los escritores tienen que vivir reenamorándose para poder vivir y existir como tales. De un momento
a otro nos dimos cuenta de lo que nos estaba pasando. Un día empezamos a tener
demasiado tiempo para pensar y muchas hojas que llenar. Comenzamos a dar
vueltas una y otra vez sobre lo mismo. Y aunque de tanto girar creímos
sentirnos mareados, ese vahído no fue más que la fase inicial de la sobriedad
emocional. Después vino la apatía. Después el miedo, que trajo consigo a la
amarga desazón. Y finalmente, el fin. Y después de tanto pensar, todo lo que
conocíamos cayó por el peso de nuestras propias palabras afiladas.
No fue desamor ni
falta de primaveras. Fue eso: estancamiento, un coma bañado en miel, un
constante palabrerío enrutinado, una marea siempre en calma, un horizonte
demasiado recto, una novela a la que le faltó un villano, un beso al que le
faltaron un par de vueltas, una canción que sonó sobre sí misma una y otra vez,
hasta repetir sus versos bajo la inconsciencia de caminar de ojos siempre
abiertos.
Eso fue lo que
pasó. Pero hablemos ahora de lo que es.
De lo que somos hoy por hoy. De todo lo que pasó después del fin. Sabías que
necesitabas un cambio. Y siempre fuiste de esos a los que les gustó aprender de
lo hecho. Y aunque jamás quisiste sentir lo vivido como un error, sabías –y por
lo tanto, yo también lo sabía– que de ahí en adelante, las cosas deberían de
ser diferentes. “Diferente, diferente, diferente”, parecía que lo repetíamos
entre los labios. Y como siempre fuimos un poco extremistas para algunas cosas,
este caso no fue la excepción.
Habiendo tantas
personas sobre la faz de la Tierra, elegiste, y elegimos, a la persona más diferente que podríamos haber
encontrado jamás. En realidad, esa oración arrastra un error semántico; no
elegimos, nos encontramos, nos topamos, nos enfrentamos a alguien en un “aquí y
ahora” que primero fue coincidencia, y después se volvió una escala permanente.
Existiendo tantas
palabras en el mundo, elegimos a la persona que menos gusta de posar los verbos
en sus labios. Sonando tantas cosas en el aire de la ciudad, elegimos a la
persona que más disfruta de hundirse en su propio silencio. Habiendo tantos
recuerdos en el universo, elegimos a la persona que con más recelo guarda su
pasado y sus sentimientos. Enfriándose tanto hielo en el mundo, elegimos a la
persona más piedra que podía haberse metido en nuestros zapatos. Y trazados
tantos caminos fáciles y llenos de luz, elegimos ir a morir en la tormenta más
furiosa y desestabilizadora de todas las tempestades. Y habiendo elegido todo eso,
hoy podemos decir que fue lo mejor que pudimos haber elegido.
Nos enamoramos.
Los tres: vos, ella y yo; vos y ella; ella y yo. Nadie lo quería. Ni vos, ni
ella, ni yo. Pero se ve que en el fondo, todos lo queríamos. Pasó. Pasó y pasa.
El silencio se volvió música entre nuestras lágrimas escondidas. Las palabras
se hicieron innecesarias entre nuestros labios encendidos. El frío se hizo más
frío y nos congeló en un abrazo que nos hizo sentir, por primera vez en mucho
tiempo, que habíamos encontrado nuestro lugar. Y así, el fin se encontró con un
nuevo comienzo… que recién empieza.
Pero en este año
pasaron otro montón de cosas que no podemos ni debemos obviar. Cosas de las que
hay que hablar. Cosas de las que tenemos que hablar, porque vos y yo sabemos
que son temas que nos han robado decenas de noches, arrebatándonos el sueño y
por momentos la esperanza.
En un mismo año,
ganamos y perdimos la guerra. No nuestra
guerra, pero sí nuestra guerra. Recuerdo cómo el mundo colapsaba ante tus ojos
y tus manos no alcanzaban a juntar los escombros. Todo se vino abajo: hasta el
Sol se llamó a silencio. De un día para el otro, la ¿luz? del miedo volvió a
encenderse. La desesperanza volvió a cubrirnos. Y el asecho de la muerte volvió
a respirar sobre nuestras huellas. La noche nos encontró desprevenidos, como la
irrupción de un relámpago venenoso que en el medio de la noche hace romper en
llanto al bebé recién dormido. Y como nadie lo esperaba, nadie supo qué hacer,
nadie supo qué decir, nadie supo para dónde ir.
El cáncer había
vuelto. La batalla volvió a encenderse sobre los restos aún tibios de una
guerra dura y sangrienta. Al principio, las piernas nos temblaron y el corazón
se nos detuvo. La angustia nos dejó perplejos frente a lo que sabíamos que
comenzaba. De repente, nos encontramos solos a los pies de un camino empinado y
venenoso.
Hasta que hubo un
día en el que nos pusimos firmes, y tanto vos como yo comprendimos que si había
que volver al frente de batalla, volveríamos con la esperanza intacta y con el
doble de energía y el triple de determinación. Y así, tomaste la mano de tu
madre, la miraste a los ojos y le dijiste lo único que podías decirle: “No
estás sola”.
Pero antes de esa
batalla familiar, te enfrentaste a otro reto: empezaste a trabajar. Te
enfrentaste solo a otra guerra: el mundo real. Y allí te diste cuenta de que no
estabas preparado. Que las alas que te habían ayudado a armar no servían de
nada frente a los albores de una noticia de último momento. Y te cuestionaste
tu vida, tus decisiones y los caminos tomados. Por un instante eterno, sentiste
que nada tenía sentido y que querías volver a ser ese niño que una vez había soñado con ser médico y curar a la gente de sus males. Y se te olvidaron las palabras
aprendidas y los conceptos aprehendidos.
El tiempo se
volvió insuficiente en todos lo sentidos de la insuficiencia. Las horas no
alcanzaron ni alcanzan para que el alma logre llenarse con el amor y los
abrazos. Nunca es suficiente. Ni con ella. Ni con ellos. Ni con los otros
ellos. Y no se trata de insaciabilidad; no, se trata de insuficiencia. No
alcanza. No basta. No es justo. Y así vamos: navegando entre lo áspero del no
poder y lo apasionante del hacer lo que se quiere (aún cuando está lejos de ser
realmente lo que queremos hacer).
Seguramente
pasaron muchas otras cosas, pero ahora, como ya te dejé en claro, no tengo
tiempo para seguir viajando por entre el último año que pasó en nuestra vida. Me
reconforta saber que vos seguís ahí y que yo sigo acá. Quizás de maneras
distintas, sí. Pero estamos. Y es eso, al fin y al cabo, lo único que me
importa. Que siempre podamos escucharnos.
Quisiera darte un
consejo para el futuro, para que de aquí a un año tengas más suerte o menos
dificultades. No sé si mañana nos servirá de mucho, pero es lo que nos ha
venido salvando en las últimas semanas. Vos sabés bien, y por lo tanto yo
también, que siempre nos preocupamos por hacer las cosas bien, por hacer todo
lo que había que hacer para que todo estuviese en el mejor de los lugares
posibles. Seguimos siempre todos los manuales para que todo fuese perfecto. Y
nos creamos nuestra propia idea estructurada de lo que era perfecto para
nosotros y para los demás. Nos encerramos a nosotros mismos en un mundo que
solo se dedicó a ahogarnos y a arrebatarnos los sueños de hacer algo distinto.
Hasta que logramos abrir la ventana y dejar que lo diferente se apodarse de
nuestra vida y nuestro escritorio.
Así que, mi
querido amigo mío, valga la redundancia, he aquí mi consejo para nosotros que
siempre andamos por el mismo camino: dejemos de preocuparnos por hacer las
cosas bien, y simplemente hagámoslas. Que las cosas sean. Que las cosas pasen.
Que se den como se tengan que dar. Pero no hagamos nada que no nos haga felices
al momento. No hagamos nada que no nos robe una sonrisa, aunque antes hayan
tenido que figurar un par de lágrimas. No sigamos ningún plan, ni escuchemos
los “deber ser”. Simplemente, hagamos. Mientras no lastimemos a más nadie,
hagamos las cosas como se nos dé la gana. Hagamos, hagamos, hagamos. Hagámonos
felices y hagamos felices a quienes nos hacen felices, siempre bajo la premisa
de dar felicidad desde nuestra felicidad y no desde un compromiso.
Me voy, que para
vos es lo mismo que la nada, porque en caso de que pudiésemos separarnos,
siempre volveríamos a encontrarnos. En fin, te deseo un montón de cosas buenas
y, claro está, la presencia de alguna que otra tormenta, que te haga salir a
tomar aire y a mojarte las ideas.
Te mando un
abrazo de esos que te gustan.
Con cariño,
yo
P.D.: [no lo leas hasta el
día que debas leerlo] ¡Feliz cumpleaños!