¿Qué tal si hablamos de un
par de cosas que, por ser demasiado comunes, suelen evitarse? ¿Y si nos ponemos
serios –aunque no tanto– y nos miramos al espejo, evitando al menos por una vez
ese reflejo insolente que nos responde la mirada, y tratamos de ver más allá de
nuestro cuerpo? ¿Por qué no hablarnos a nosotros mismos? Después de todo, ya lo
dijo alguien una vez: uno nunca está solo, porque siempre puede hablar consigo
mismo.
Vayamos al punto: quería
hablarles sobre el amor, las parejas, el estar solo y la soledad. Repasemos
algunas frases categóricas que vale la pena tener presentes. Estar solo no
quiere decir estar disponible, pero tampoco quiere decir estar en la búsqueda
de no estarlo. Estar en pareja no implica estar enamorado, así como estar enamorado
no conlleva querer estar en pareja. Estar solo no quiere decir que uno esté en
soledad: al contrario, estar solo implica, entre otras cosas, tener más tiempo
para estar con uno mismo. Aunque estar solo tampoco quiere decir que uno esté en
armonía interna: tanta soledad puede recordarnos todo el tiempo la empecinada
necesidad de estar con alguien para no tener que escucharnos. Estar solo no
implica querer estar con alguien, pero estar solo tampoco significa querer estarlo.
Varios ríos de tinta hablan
sobre la necesidad de quererse a uno mismo: quererse antes para amar después.
Pero, esta vez, ese no es el asunto central de estos renglones. Va más allá de
eso, tal vez más acá, un poco antes. ¿Por qué amar? ¿Por qué querer? ¿Para qué
dejar que el corazón funcione como algo más que un órgano de vital importancia?
Allí está la cuestión: ¿en realidad elegimos amar o la vida nos impone el amor
–o la necesidad de enamorarse, que no es lo mismo– a todo momento?
Las películas, los libros,
las canciones: la cultura toda se ha embanderado desde siempre con la
imperiosidad de enamorarse para sentirse realizado y no perderse de uno de los
hitos más importantes de la vida humana. ¿Pero es tan así? ¿Quién dijo que la
vida no es vida sin amor? Que quede claro, antes que algún aficionado a Fromm
lo refute, que estamos hablando del amor de pareja, de ese que no elegimos ni surge
de las predisposiciones de nuestra sangre: nos referimos a ese amor que nos
golpea tan fuerte que se nos pegotea entre las noches sin dormir y los días
somnolientos. Una vez, en una entrevista, escuché a Isabel Allende decir algo
así como que “la vida es muy seca sin amor”. Algunos prefieren las tardes
lluviosas, otros los atardeceres de soles anaranjados. Quizás se trate en
realidad de eso, ¿no? Cuando cae un aguacero, algunos abren el paraguas, otros
salen a bailar por entre las callecitas. Cuando el ocaso despunta en el
horizonte, algunos clavan sus pupilas en el amarillo, otros toman fotografías,
y otros continúan con sus vidas como si nada estuviese pasando allá por donde
muere el cielo.
Lo mismo pasa con el amor.
Siempre está allí, a su manera, en sus mil formas y sus varias combinaciones
indescifrables. Algunos buscan desentrañarlo para poder dominarlo… y lo único
que consiguen es un amor tan fugaz que lo único que recordarán es el sabor de
un beso borracho. Algunos se empeñan en encontrarlo… y cuando lo encuentran, se
dan cuenta de que no saben qué hacer con él. Algunos le piden al destino y a
todos los dioses que jamás le interpongan algo similar en su camino… y cuando
mueren, por primera vez en sus vidas, se dan cuenta de que “ese algo” que les
venía faltando era eso mismo de lo que tanto habían escapado. Esa es la
cuestión con el amor: dependiendo del lugar en el que se esté, de la perspectiva
desde la que se lo mire, podrá ser un veneno, un milagro o un final inesperado
a esa historia que nunca se sabrá cómo empezó.
¿Cómo llegamos hasta este
punto? No lo sé. Y así como hay días en los que me encanta estar enamorado y
empaparme en lo más cursi del amor, hay otro montón en los que disfruto de
encontrarme solo en la ¿soledad? de estar conmigo mismo.