Miré los altos y grises muros de concreto enredados con las rejas verdes
y desteñidas y un escalofrío me trepó por la columna. Por un instante, sentí un
grito recorriéndome el cuerpo desde el alma hasta la cabeza, casi como si fuese
yo el que había muerto. Miré una vez más aquellos muros de prisión errante, y
entré.
Las angostas calles se abrían paso entre los matorrales bien cuidados y los
letreros guía. El aire me sabía amargo en el estomago y oscuro en el corazón. La
mañana recién se levantaba entre los árboles, y la gente que hasta hacía unos
minutos parecía ansiosa por querer entrar, ahora se paseaba vahída por entre
los caminos verdes y el aire furtivo.
El horizonte se perdía entre tanto verde, pero era solo una ilusión. No
había un horizonte, pero si había un final: un muro aún más alto que el de la
entrada y aún más carcelero que el del infierno. Pero ese verde, tampoco era
real. Era un manto. La sábana que cubría a tantos y tantas iguales y distintos.
Todos dormidos. Todos sin destino conocido pero si imaginado. Todos y todas
hundidos en un estómago sin hambre.
Caminé y me perdí entre los letreros guía. Aquello podría haber sido
perfectamente un zoológico o un parque inmenso para que los niños corriesen por
doquier durante la primavera. Aquello podría haber sido un rosedal lleno de
bancos que invitasen a las parejas a contemplarse perdidos entre los colores y
los perfumes. Aquello podría haber sido tantas cosas… Pero era una sola. Era un
zoológico con una especie sola de animal. Era un parque lleno de verde y
lamentablemente, también con niños adentro. Era un rosedal, sin rosas ni
parejas ni colores enamorados.
Levanté la vista hacia entre los árboles y vi a sus padres. O al menos,
a quienes habían sabido ser sus padres. Me acerqué procurando mantener el
silencio, y me quedé detrás de gente a la que nunca había visto pero que por
sus miradas, intuí que también lo conocían.
Su madre apenas era su madre. En realidad, era su tía. O, en realidad, aún
mejor, había sido la mujer que lo crió desde chico. Pero lo lloraba como si
fuese su madre.
Había cambiado mucho desde la última vez que la había visto: dos años atrás, en
aquel mismo lugar, con ese mismo cielo y esa misma sombra sobre su cuerpo. Tenía
los ojos hinchados y llenos de lágrimas que todavía querían salir. Estaba más
encorvada y las piernas parecían habérsele acortado. La verruga a la mitad del
cuello seguía intacta. Al igual que el rubio desteñido de su cabello.
Su padre, quien era su padre de verdad, había cambiado menos. Unas canas
más. Alguna arruga más pronunciada. Pero nada que llamase la atención a simple
vista. Pero, cuando uno se volvía más detallista, podía ver un cambio
circunstancial en el hombre que había sido su padre. Un cambio que parecía
irreal por su simple naturaleza. Sus ojos habían pasado del más hermoso y
febril verde a un marrón hundido en el carbón.
Aquel color era tan extraño como imborrable. Ya lo había visto una vez.
Hacía dos años. Aquel marrón era el color del nuevo hogar de su hijo. Aquel
marrón era el color de cada pared exterior de la nueva morada de mi amigo. Ese
color se había quedado plasmado en la retina de su padre. Pegado allí a la
fuerza. Incrustado en sus ojos como lo último que pudo ver con el corazón
consciente. Un color, símbolo de una despedida apresurada, antes de tiempo, que
jamás tuvo retorno. Hasta ese día.
Los conocidos y los desconocidos. Los llorones y los fuertes. Los de
negro y los de rutina. Todos estábamos allí esperando. Como espectadores de una
película que ya habíamos visto pero que ahora estaba de regreso en pantalla.
Unidos y separados ante un alguien que ya no era. Todos mirando un mismo punto.
Todos enfocados en el mismo dolor subterráneo.
Él y la uniformada, rompieron el concreto, unido por una pequeña capa de cemento,
en tan sólo tres golpes. Tres golpes de un instante que significaron la
eternidad en si misma. Tres golpes que retumbaron en el alma de cada uno de los
presentes como un aullido de sufrimiento. Dos partes del concreto cayeron al
suelo y la otra en la cueva subterránea.
El aire volvió a cambiar. El olor sin vida se apoderó de aquel zoológico con
una sola especie de animal. El hedor era un puñal con sabor a trueno que se
clavaba en la mandíbula y terminaba reposando en la rodilla. Pero era la
realidad, y como mortal consecuencia, ninguno de nosotros podía huir.
Allí estaba. El hogar de mi amigo. Tan idéntico y tan cambiado a como lo
recordaba. Las paredes de madera estaban en pleno proceso de descomposición y
los objetos de bronce comenzaban a herrumbrarse. Pero aquella placa que era
brillosa y plateada, seguía igual. Aquel nombre que había dejado de latir,
seguía inscripto sin errores ni faltas en la puerta de su hogar. Casi como si
el tiempo no hubiese pasado y su alma hubiese seguido enganchada a la rutina de
aquellos dos años.
Ya habían ultrajado su casa, corrompiendo sus muros de concreto y el cemento
que lo protegía aún más. Ya habían vuelto a abrir una herida que comenzaba a
cerrarse. Pero faltaba lo peor. Levantaron la tapa del ataúd y la misma
sensación que sentí cuando llegué a aquel lugar, se redobló en mi cabeza.
Lo vi solo y muerto. Lo vi sin piel y sin alma. Lo vi desnudo y bien
dormido. Era él. Era… pero no quería que lo fuese. Por primera vez en dos años,
una lágrima cayó de mis ojos al entender, al fin y de una vez por todos, de que
ya no había retorno. Aquel viaje sólo tenía boleto de ida. No había forma de
volver. Al menos, no como antes…
Los huesos olvidados apenas se unían unos con otros entre el aire y la
humedad ennegrecida. Las paredes cubiertas de felpa roja ya casi no estaban y
no había rastros de la blanca mortaja. Ya no había rastros de mi amigo. Aquel
era su envase sin alma. No podía estar llorando a algo que no era. No podía
pero lo hacía. No quería pero lo hacía. No tenía sentido, pero lo sentía.
Cerré mis ojos por un instante y me hundí yo mismo en aquel tubular
frío. Ocupé su lugar por un momento infinito y me imaginé tortuoso y
mortificado cómo había sido su estadía en aquel lugar. Casi como una
reservación de hotel que sale mal. O como un viaje que termina antes de lo
esperado. Allí había estado él durante dos eternos y desolados años. Hundido en
el mundo pero sin mundo.
Suspiré lejano y abrí los ojos para volver a mi lugar. “Anda tranquilo”,
me susurró mi amigo al oído. Y no temblé. Y no lloré más. Y no miré hacia
atrás. Porque bien decía la abuela: “hay que temerle a los vivos, no a los
muertos”.
Me iba y le decía adiós. Me iba sintiendo como los cuerpos vacíos que
dormían en sus cajones, parecían atrapar mis pisadas para robarme la vida.
Todos deseosos de un segundo más de vida. Todos anhelantes de un latido lleno
de sangre que les permitiese arreglar lo que dejaron, subsanar a los que
quedaron llorando y plantar huellas para un futuro que los recuerde con y sin
monumentos.
Me fui y dije adiós a aquella prisión de muros grises y campos verdes.
Me fui pero sabiendo que volvería. Miré una vez más hacia la puerta y vi un
graffiti que antes no había visto sobre uno de los pilares. “Vivos: de 8 a 17 –
No vivos: 24hs.” Y así me fui. Sabiendo que volvería. Sabiendo que todos
volveríamos. Sabiendo que un inspector, algún día llegaría a pedirme mi boleto
antes de llegar a destino.