lunes, 14 de enero de 2013

“Mujer de tinta y papel”

Jamás creí en esas cosas del destino o del tarot. Jamás en toda mi vida deposité un mínimo de confianza en aquello que significara incertidumbre. Jamás había leído sin saber el final. Pero quizás, por todo eso, es que la vida me ganó en su juego. 

Aquella máquina de escribir escribía, prácticamente, lo que ella quería. Cuando ella tenía ganas de escribir un poema y yo acudía a sus frías teclas para escribir un cuento, siempre terminaba resultando que escribía en verso. Cuando ella tenía el deseo de hacer una carta y yo las ganas de escribir una rima, en la hoja quedaban renglones y renglones a una fulana desconocida. Y así era la vida con ella. Se robaba mis palabras y hacía con ellas lo que quería.

Y así fue como una tarde como cualquier otra, me acerqué inspirado a ella. Tenía el alma llena de letras, rimas, versos incompletos y puntos con comas. Pero esta vez, quería probar algo diferente. No quería escribir ni un poema ni cuento. Ni una carta. Ni un ensayo. Ni un guión. Quería escribir algo completamente distinto a lo que había hecho y a lo que se había hecho hasta ese entonces. Claro que… no era tan simple. ¿De qué tendría ganas de escribir la máquina? Fuese lo que fuese a escribir, esa insolente escribiría lo que ella quisiese.

De todas formas, tendría que probar igual. Después de todo, quizás le gustaba lo que yo quería hacer. Hasta incluso, si ella lo modificaba, podría quedar algo mejor que lo que yo pretendía. Así que no lo dudé más, y acercando mis dedos a su cuerpo, comencé a dejar que las palabras fluyesen hasta rozar su piel.

Horas y horas pasaron entre mis manos y sus teclas. Escribí sobre ojos y bocas rojas. Sobre vestidos que bailaban al viento y besos que se hacían uno bajo la noche de verano. Escribí sobre el deseo, la pasión y el amor que estalla al llegar al corazón. Sobre idas y venidas de dos pieles enamoradas pero destinadas a estar lejos. Y escribí versos y escribí canciones. Y escribí renglones y cartas. Y también imaginé cuentos y rimas. Horas y horas estuve escribiendo lo que yo quería, sin prestarle atención a lo que ella tatuaba en su vientre.

Como la tarde se hizo noche y al poco tiempo madrugada, dejé la hoja entre sus brazos y me fui a la cama. Miré la luna ya perdiéndome en las sábanas, y respiré el sabor que la noche tenía. Era distinto. Era un sabor que jamás había tenido la noche… porque la noche jamás había tenido sabor. La luna también estaba distinta. Casi como que vestida de gala. La magia evaporada irracionalmente desde el cielo, se apoderaba de la ciudad dormida.

A la mañana siguiente, me desperté y como reflejo, salí en busca de la luna que ya no estaba. Me coloqué mis lentes y caminé vahído hasta la cocina. Recostado contra la mesada y con una taza de café humeante en mi mano, mi mirada se posó perdida en la máquina de escribir y su huésped. La miré enfadado. La miré con incertidumbre y desazón. ¿Qué habría escrito?

Dejé la taza en la pileta y caminé, casi que deslizándome sobre el parqué, hacia el escritorio. Me senté sobre el sillón de cuero y fue ahí cuando la vi por primera vez desde la noche anterior. La hoja estaba blanca. Completamente intacta y sin una sola mancha. Revisé la cinta de la máquina para asegurarme de que aún tuviese tinta y me manché los dedos en respuesta afirmativa. Aquello no podía estar pasando. Debería ser mi mente encaprichada y empedernida. Así que me quedé mirando la hoja en la máquina por un largo rato. Como esperando a que las letras allí apareciesen. Como moribundo que espera en paz a la muerte. Como un escritor desesperado que vive con una máquina de escribir que le hace la guerra.

Se fue una hora y al rato dos. Pero nada. La hoja seguía igual. Acostada firme sobre el rollo. Hundida en ese blanco silencio. Y luego de tres horas, la tomé con furia entre mis manos y la arrugué con desdén. Pero allí vino la respuesta y la sorpresa. Al arrugarla, mis dedos se ensuciaron de tinta. Como si las letras estuviesen frescas, recién escritas. Desentendido, abrí la hoja y las vi. Allí estaban. Cada una de las letras que había estado esperando por horas.

Respiré profundo retomando la calma, y comencé a leer lo que la máquina había escrito.

Tenía los ojos oscuros, como dos estrellas consumidas por la noche. Sus labios eran rojos y llamativos, como una mancha de vino tinto sobre su piel blanca y transparente. Los rulos que habían sido lacios, caían como ramas de chocolate hasta sus hombros. La sonrisa asumida y verdadera terminaba de enmarcar su rostro.
Pero luego venían sus pechos, su vientre y su cintura. Uno más pálido que el otro, y uno más atrevido y lleno de paz que el otro. Suaves a la vista y cálidos al olfato. No tenía comparación. No podía decir que se parecía a la ceda o a una flor en plena primavera. No había comparación. Aquella suavidad era de otro planeta. 
Seguían sus piernas. Largas y cortas. Blancas y con y sin vestido. Un diminuto lunar se dibujaba travieso por encima de su rodilla derecha. Eran más que la prolongación de se cuerpo. Eran un vehículo a su alma. Un mundo por el cual deslizarse hasta llegar a su cintura, de allí a su vientre y de allí a su pecho, para terminar perdido en sus labios carmesí.
Tenía un vestido blanco y liso. Las uñas rojas y las mejillas sonrojadas.
Allí estaba la mujer que era diosa. La naturalidad en su esplendor más milagroso. Allí estaba el pecado y la serenidad. La bruja y la sirena en un mismo cuerpo.
Era mi destino, aunque jamás hubiese creído en él.” 

No era lo que yo había escrito, pero no pude dejar de sonreír al comprobar mi teoría de que la máquina, si hacía algo parecido a lo yo quería, haría algo mucho mejor. Esa era la mujer de mis sueños. La que nunca había dormido entre mis sábanas. La que jamás (todavía) se había quedado a vivir en mi boca. La mujer que siempre había querido que caminase tomada de mi mano hacia un mañana que ambos desconozcamos. Y la máquina lo sabía. Y la noche anterior, tan mágica y tan tentadora, también lo sabía.

El día se pasó rápido pero minucioso en el apartamento. Las horas se me fueron pensando en aquella escritura. Dejando que mi cerebro imaginase cada letra y cada latido. Porque en mi mente, en mi mundo paralelo que tan bien sabía crear, podía tenerla entre mis brazos. Allí podía besarla y hundirme en su en sus ojos. Así que así me pasé el día. Imaginando en su ausencia. Perdido en su encuentro.

La tarde dio paso a la noche y pronto el sueño se apoderó de mis parpados. Me fui a la cama y una vez más, miré el cielo por la ventana. Pero aquella noche era distinta a la anterior. Era una noche cerrada en ella misma. No había luna. No había estrellas. No había nada más que oscuridad y vacío. Como si todos los hijos de la noche estuviesen ocupados preparando algo. Todos ausentes… Pero el perfume de la magia que tenían las noches de verano, y más aún, el mismo perfume aún más mágico que había sentido la noche anterior, estaba en el aire. Mis pulmones se iban adormeciendo entre bostezos y las cosquillas de ese aire febril. Y así me dormí en una esquina oscura de la ciudad sin luces en el cielo.

El día amaneció en silencio. Quizás por el hecho de que era la mañana del domingo, pero de todos modos, había más silencio que el habitual. Ni siquiera los pájaros, que todos los días cantaban en el árbol de enfrente a mi ventana, estaban allí enamorados. Alguien tramaba algo.
Me asomé para ver el cielo y lo comprobé: definitivamente algo pasaba. Alguien tramaba algo. El día, el cielo y todo a mí alrededor estaba iluminado, pero no sabía por qué. No había sol en el cielo de la clara mañana. No había reflector gigante colgado del cielo que pudiese iluminar tantas manzanas a la redonda. Pero la luz estaba y se colaba por entre los agujeros de las persianas.

Con el estomago vacío y la mente llena de lagañas, la sinapsis era lenta y sin sentido, así que no le di importancia a aquella mañana irracional, y fui hacia la cocina a servirme el café. Cuando por fin logré despabilarme un poco y la razón volvió a sus niveles normales, recordé la hoja de la noche anterior, con todas sus palabras y sus comas mal puestas. Y recordé a aquella mujer de mis sueños. Y recordé cómo la había imaginado y cómo nos había imaginado.
Quería volver a leerla. Quería volver a leer sus ojos y su cintura. Volver a leer sus labios y sus piernas con y sin vestido.

Me di vuelta para ir en busca de la hoja llena de palabras y al verla, solté mi taza de café. Ni el estruendo que provocó al estallar contra el suelo ni la mancha de café que voló por los aires, parecieron interrumpir su paz. Allí, delante de mis ojos y delante de la máquina de escribir sin hojas en su espalda, estaba ella. Desde los labios rojos hasta el vestido blanco. Con su lunar en la rodilla derecha y sus rulos chocolate. Mirándome con los ojos llenos de noche. Allí estaba ella. La mujer de mis sueños de tinta y papel.

Se acercó tan lentamente que sentí que toda mi vida se me pasó delante de mis ojos. Las lágrimas y las sonrisas de café. Los errores y los que no lo fueron. La espera eterna y los mandados por navidad. Se acercó y en un instante eterno, ya estaba acunada en mis labios. Y la besé. Y me besó. Y nos besamos como si fuese el fin de una historia que termina con aplausos y emoción. Y en ese beso furtivo y atrapante, sentí el sabor de la noche anterior y la anterior. Aquel sabor a magia de verano estaba en sus labios. Ese era su sabor y su perfume. Esa era su suavidad y su sabor y su perfume. Ella era magia. Ella era papel y tinta. Ella era la mujer de mis sueños hecha realidad.

Y como les venía diciendo, la vida me tomó por sorpresa en su juego. Porque aquella mañana, comprendí que el destino siempre había estado delante de mis ojos. Aquella máquina de escribir rebelde, estaba en mi escritorio por una razón. Para equivocarse y hacer mi sueño realidad. Para escapar de mis dedos y escribir lo que ella quisiese, sabiendo que lo haría mejor.
Y así y entonces, comprendí que nunca había creído en el destino, la magia o la incertidumbre, pero que desde entonces, no podría no hacerlo. 

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