Me enamoré de mi peor enemiga. Me enamoré de quien me saca las canas más
verdes y los moretones más violetas. Me enamoré de esa mujer que cuando no
habla, me enloquece y a la misma vez me conquista.
¿Será su piel tostada por el corto pasar de los años bajo el sol de la
tarde? No lo creo. Eso no alcanza. Uno no puede enamorarse de la piel más
perfecta, más transparente y opaca a la vez, más narradora de historias que las
propias palabras. No, no alcanza.
¿Será el tinte de los acordes marrones que se esconden en sus ojos? Seguramente
no. Eso no alcanza. Solo un tonto se enamoraría de una mujer porque tiene los
ojos más grandes del mundo. Un mundo interminable. Un universo entero que jamás
alguien podría terminar de descubrir. Definitivamente habría que ser un tonto
para eso.
¿Será ese millón de mujeres que habitan en una misma habitación dentro
de su personalidad? No suena convincente. Un día es la más dulce de este lado
del Atlántico. Al siguiente, parecería que las hormonas de Fiona estaban por
montones en su café mañanero. Una tarde puede ser la niña más tierna y amable,
y a la noche, de ese mismo día, puede ser la adolescente más rebelde y guerrera
que habita en las selvas del norte de América. Habría que estar demasiado mal
de la cabeza como para enamorarse de alguien así.
Me enamoré de mi peor enemiga. Me enamoré de quien me provoca las más
ardientes migrañas, con tan solo una ironía a la pasada. Me enamoré de un comienzo que ya había
terminado…
Me enamoré de mi peor enemiga, y aunque peleé la batalla más tercera de
todas, sé que no habrá tregua: ella quiere paz, y yo quiero guerra.
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