Paso por tu ventana y me
encuentro con el ángulo tímido de tu cortina, siempre intacta, mirándome con
tristeza: adentro una inmaculada oscuridad que todavía late amarga. Afuera,
desde enfrente, yo: mirando cómo ya no estás para mirarme. Para gritarme un
saludo. Para sonreírme sin sonreír. Cuatro marcos rodean vacío el recuerdo de
tu sombra: allí sigue vivo tu silencio, los secretos que me confiaste, las
cosas que nunca me dijiste, las meriendas que tantas veces compartimos y el
ardor suculento de una adolescencia que nos separó demasiado pronto. De
repente, una luz se enciende: mi corazón se acelera y me entusiasma la idea de
que corras la cortina y me encuentres buscándote desde la soledad de la calle.
Uno, dos, siete y al final quince segundos: la luz se apaga y vuelve la
oscuridad. Tan oscura como siempre. Más oscura que nunca. Me pregunto si allí
seguirán tu cama, tu escritorio, tus dibujos y tu ropa. ¿Tu olor? ¿Tu tos? ¿Tu
picazón? Quizás todavía sigue allí el libro que te presté: quizás todavía lo
sigas leyendo. Quizás todavía estén sobre tu mesita las cuadernolas de
literatura y también las de matemática. Un par de chicles de Bob Esponja que
sobraron de un cumpleaños del que ya no nos acordamos. Una ventana: te sigo
buscando. Que el vidrio se empañe. Que la cortina se mueva un milímetro. Que la
luz se encienda viva durante toda la madrugada. Que el tiempo vuelva atrás y la
cortina se abra, la noche se detenga y el invierno nos encuentre entre pocas
palabras y muchas sonrisas, hundidos entre nuestros planes de conquista: que
ella todavía no sea tu novia, que sigamos pensando cómo podés hablarle, a dónde
pueden salir por primera vez, qué sabor tendrá su segundo beso, quién podría
comprarles un paquete de condones. Un ómnibus que pasa me devuelve a la lejanía
de no encontrarte: yo estoy acá, pero vos no estás allá. Una ventana vacía. Una
calle triste. Un recuerdo quieto. Sigo caminando.
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