“La espera me agotó… no sé
nada de vos”, cantó Cerati alguna vez. Y aunque escuché incontables veces esa
canción, hoy, ese pedacito resopló en mi alma con un ritmo diferente: algo se
movió, algo giró sobre sí mismo y se encontró envuelto en una semiosis diferente
a todas las anteriores. No tiene nada que ver con un crimen, ni con cosas sin
resolver: simplemente me hizo dar cuenta de lo agotador que resulta vivir
esperando a ese “vos”.
Quizás al principio no lo
explique de forma correcta (por no decir que tal vez nunca lleguen a
entenderlo), pero es así de agotador como suena: conocer una y otra vez a la
persona “no indicada”. ¿Imaginan lo agotador que resulta presentarse una y otra
vez? ¿Hacer una y otra vez las mismas preguntas? ¿Responder una y otra vez las
mismas respuestas? Incluso, ¿responder una y otra vez con respuestas
diferentes? Ya perdí la cuenta de la cantidad de veces en las que conté lo que
me gusta hacer, mi sabor de helado favorito, los lugares que frecuento, las
cosas que no estudié, los sueños que todavía sueño y los desamores que ya no me
pican. Qué aburrido, qué circularmente vicioso y, sobre todo, qué agotador
resulta.
Desde este lado del
mostrador, se siente tan frustrante y agobiante como condenarse a escuchar una
y otra vez la misma canción. Sabiendo cómo va a sonar. Sabiendo cuál será la
próxima palabra. Sabiendo cuándo vendrá el próximo silencio y el siguiente
puente. Repitiéndola en silencio, con los labios apenas sueltos, como un rezo
al que estamos obligados a creer o reventar. Hasta que llega ese momento en el
que olvidamos que otras canciones existen, que otras músicas alguna vez fueron
tocadas y que otras letras podrían ser escritas mañana. Desde entonces, la
misma canción, sonando una y otra vez, se vuelve la canción. Y ya no se repite por su cuenta, sino que buscamos
desesperadamente volver a reproducirla en cuanto sabemos que se está por
terminar. Así de agotador se siente.
Muchos estarán pensando en
“la estupidez que representa todo esto”: estar esperando a la persona perfecta.
Pero lamento decirles que no estoy de acuerdo. Estoy cansado de besar sin
besar, de mirar sin mirar, de abrazar sin abrazar, de hablar sin hablar, de
encontrarse sin encontrarse. Si pedir que un beso me erice la piel, que una
mirada me revuelva las entrañas… Si pedir que un abrazo me saque por un rato la
tristeza, que alguien me escuche con interés mientras hablo… Si pedir que el
sexo no sea simplemente una carrera por quien hace lo suyo más rápido… Si pedir
algo de eso es estar exigiendo a la persona perfecta, pues sí, la exigiré.
Porque no voy a condenarme a vivir una vida sin magia. Una vida tan seca como
el alma de un golpeador. Una vida tan áspera como el Sol del infierno. Una vida
tan asquerosa como el sabor del abuso que arrebata la inocencia.
Sé que lo dije muchas veces, y aunque no lo haya cumplido nunca de forma infinita, también sé que siempre tuve mis motivos. Sin embargo, esta vez existe una sutil diferencia con respecto a cómo me pararé frente al mundo. Ya no será un grito de “no al amor”. No, lejos de eso. Cuanto más amor tenga en mi vida, mejor. Esta vez, voy a cerrar mis propias puertas y mis propios cuentos. Desde hoy, el mundo obtendrá lo que tristemente me ha ofrecido una y otra vez: desinterés.
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