“Yo estaba empeñado en no ver
lo que vi… pero, a veces, la vida es más compleja de lo que parece”, escuché
esta tarde cantar a Drexler. Y una vez más, comprobé que tiene razón en muchas
de las cosas que dice. También, debo reconocer, recordé de inmediato aquel
texto que escribí que decía algo así como “desenamorarnos: eso que no hacemos
ni sabemos (ni queremos)”. Y por ahí viene la idea.
Existen dos formas de
escribir: explicar o narrar. Los escritores vacíos –o mejor dicho, aquellos que
pecan del pecado de llamarse a sí mismos escritores– suelen desarrollar la
primera forma: explican hasta el cansancio, aunque traten de disimularlo bajo
engorrosas metáforas que no conducen a nada, más que a una sensación
autoconformista del que redacta. Las ideas no se conectan, sino que se vomitan.
Los climas se ensamblan y no se respiran. Las imágenes se imprimen, pero no se
ven. ¿Más claro?: es como si dos personas trataran de hacer el amor, pero sus
cuerpos solo chocan sin entenderse. Los escritores que sí escriben son aquellos que narran: transportan al lector al
cuarto en penumbras donde está por ocurrir el asesinato más estúpido del siglo
veintiuno, contagian de cosquillas a los que leen que el Sol se levantó con
hambre, abrazan en un beso de dos a un tercero que está leyendo desde la
distancia del ir y venir de las hojas. Un escritor –que narra– nos hace vivir
en y a través de la historia. El mundo, la existencia, un par de latidos: todo
se impregna con el sentido que explota en un instante de tinta.
¿A dónde quiero llegar? Ya
voy, ya voy: acá va. Así como existen dos formas de escribir –o de ser escritor–, creo que existen dos
formas de vivir: explicando o narrando. Quizás para algunos aspectos de la vida
no sea tan malo el vivir bajo el manto desamorado de las explicaciones:
estudiar para un parcial, el primer día en un trabajo nuevo, al momento del
examen de conducir, cuando el médico te explica cómo será la quimioterapia o
hasta cuando tratás de elegir un paquete de arroz que te guste en el
supermercado. El problema está en todas las tantas cosas que vivimos a través
de explicar, cuando en realidad deberíamos dejarnos
narrar.
¿Alguien se imagina
explicando un amor a primera vista, el gusto de la merienda de una infancia
llena de polvo, el momento en que los ojos de un hijo y un padre se encuentran
por primera vez, el ritmo exacto al que latió un corazón cuando presenció el
final de una película que lo colmó, el ángulo de una sonrisa que se enciende
ancha al descubrir que tiene otra enfrente, la temperatura a la que hierve el
estómago cuando una mala noticia llega a puerto? No: esas cosas no se explican,
se narran.
Ahora, volvamos por un
instante a Drexler: “Yo estaba empeñado en no ver lo que vi… pero, a veces, la
vida es más compleja de lo que parece”. ¿Y si nos empeñamos en no ver todo lo
que diariamente estamos explicando? Sí, claro que la vida es más compleja de lo
que parece: no es tan sencillo darnos cuenta. Incluso, puede que nos demos
cuenta y que prefiramos mirar para otro lado: a veces es más fácil explicar que
narrar. ¿Cuántas veces escuchamos (y nos escuchamos) decir “no quiero pensar en
eso”? No pensamos, no sentimos y dejamos que la vida se encargue de explicarlo
y de encontrarle un lugar. Pero el problema está en que paulatinamente, un poco
más todos los días, vamos relegándonos de la magia más cosquillosa que tiene
esto de vivir: narrar.
Explicar nos va enfriando,
nos hace dejar de sentir con la piel, de besar con el alma y de temer con el
aliento. Quizás algunos lo prefieran, porque eligen arroparse en la comodidad
de que la vida les pase por al lado, de que no les rompan el corazón, de que el
helado no les queme por un rato las ideas, de que la lluvia no los moje, de que
el hambre siempre tenga la misma solución. Pero si están acá, leyendo esto,
seguramente no tengan miedo de pensar lo que haya que pensar, de darse cuenta
de lo que no veíamos y de sentir de p
a pá. Si es así, esa ya es una
victoria.
Seguramente yo también llevo
demasiado tiempo empeñado en no ver… pero ahora que lo vi, trato de verlo.
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