Lo miro, lo levanto en el
aire, lo giro y lo analizo desde el reflejo encandilado del cielo de la mañana.
“¿Y si girás más lento?”, le ruego en silencio. Pero nada. Sigue su curso. Y,
al cabo de un rato, yo también sigo el mío.
Tecleo un par de letras de
más y me veo obligado a borrar: cuatro espacios atrás. De repente, miro la
blancura de la pared que descansa más allá de los bordes del escritorio. Y ahí
me quedo unos minutos: pienso, pienso, pienso. “Tenemos que vernos más”,
resoplo en mi cabeza. El cursor titila en su espera paciente mientras me
desespero con calma. Vuelvo a teclear: cuatro espacios adelante.
Por primera vez en el día,
tengo hambre. El mate me sabe a poco y el agua caliente ya me revolvió el
estómago. Apenas pasa del mediodía, pero siento que muero por comer algo tan
dulce como un viento de dulce de leche. “Nunca me animé a decirle que le quiero
comer la boca”, sonrío y me achucho de solo pensarlo: no en decirlo, sino en
hacerlo. Tomo otro mate y sigo trabajando.
La miro, la esquivo y al
final sucumbo sobre sus encantos: me recuesto y me tapo con una manta. Una vez
alguien me dijo que las siestas se duermen con la ropa con la que uno ya venía
y sin abrir la cama ni tocar las sábanas. Aunque… también me han dicho que
nadie puede sentirse así desde la
lejana distancia de solo haberse visto un par de veces… Me doy media vuelta y
cierro los ojos.
El tiempo no sonó a las
nueve, pero la sensación agobiante de la oscuridad me despierta con la
empecinada idea de que llego tarde. La ducha no me despierta y camino dormido.
“Estoy soñando”, deduzco al recordar que estamos a un par de cuadras y unos
pocos minutos de vernos. Solo en los deseos de vernos nos hemos visto sin
restricciones. Cruzo la calle y abro los ojos.
La miro y busco sus labios.
–¿No me vas a decir ni
“hola”?
–Ya dijimos demasiado.
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