“Lo que dolería por siempre…
ya se desvanece”, escuché cantar a Drexler esta mañana. Y no sé si en realidad
se desvanezca o no, pero sí se que duele menos, mucho menos. Arde menos. Tira
menos. Pincha menos. Me habla menos. Y hoy por hoy, con eso me alcanza y me
basta. Porque no quiero una vida sin tormentas: prefiero vivir en ese instante
siempre húmedo, escondido entre la bruma de una lluvia recién apagada y un Sol
recién encendido.
Una vez escribí un par de
palabras juntas que, en aquel momento, no tuvieron tanto significado como
parecen tenerlo ahora: hay cosas que no se irán. Hay dolores que no se alivian.
Hay sonrisas que no se achican. Hay amores que no se desenamoran. Hay lágrimas
que no se secan. Y no creo que eso esté mal: al fin y al cabo, ¡qué triste
sería si el tiempo no nos dejara marcas! Estamos llenos de huellas. Y eso solo
significa una cosa: caminamos. Y si caminamos, vivimos. Y si vivimos, habremos
entendido todo lo que está bien.
No voy a decir que todo está
volviendo a estar en su lugar: no, no tendría sentido si fuese así. El mundo y
la vida giran en sentidos que corren a destiempo. Nada vuelve a estar en su
lugar, nada vuelve a ser como antes: las cosas, simplemente, encuentran otra
manera de encajar entre sí. La conciencia se expande, el corazón hace lugar y
la mente reacomoda sus prioridades. Un chocolate de película, un beso largo
entre la arena que viene y va, una charla llena de preguntas, dos silencios sin
ideas que se abrazan hasta volverse luna. Con eso alcanza. Una chispa: con eso
alcanza. Una chispa que vuelva a encender la cálida sensación de sentirse vivo.
Una chispa que nos entibie el alma tras la crueldad de un invierno marchito.
Una chispa que nos susurre que vamos por el camino correcto. Una chispa que nos
mueva algo allá adentro.
A fin de cuentas, lo que
dolería por siempre… ya no duele tanto.
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