domingo, 29 de abril de 2012

“Perderse” (cuento de amor)



Ya no había lugar para más sombras dentro de mi corazón; y aquello dolía. Estaba repleto de ilusiones: hacía apenas dos semanas un nuevo año había comenzado a correr en el calendario colgado en la cocina… y eso me hacía sentir como niño que sabe que tiene todo el verano por delante. Pero no podía sonreír aunque lo quisiese. Mi mundo era una tormenta y el sol estaba muy lejos de llegar a mis días.

El pasado no tan lejano en mi mente, me atormentaba todos los días con su mirada enmarcada sobre mi escritorio. Aquella foto que no había podido sacar de mi casa ni de mi alma, me recordaba todo lo que había vivido. Y todo lo que no había llegado a vivir.
“Me cansé de ser algo más en tu rutina”. Aquellas palabras se repetían una y otra vez en mi mente. Matándome a cada repetición. Sollozándome a cada matanza. Mostrándome la vieja realidad a cada sollozo.

Sabía que tenía razón. Su despedida apresurada no era más que la consecuencia de mi ausencia. No supe ver como su sonrisa se hacía más pequeña. No supe notar como los besos antes de irnos a dormir se hacían más cortos y secos entre nuestros labios. No estuve allí para soñar bajo ese cielo que habíamos pintado juntos sobre la cama. No estuve allí para ver como ese cielo comenzaba a nublarse.

Pero ya era tarde para lamentos; ya no había cama sobre la cual construir cielo, labios para acariciar con los míos, sonrisas que ver hasta caer dormido. Ahora estaba solo en la soledad. En la misma soledad que había estado ella esperándome por tantas madrugadas. La rutina, como tantas veces me lo había dicho, se había comido mi vida.

Aquella situación comenzaba a hacerse lejana. Supe demostrarle, y demostrarme, que podía levantarme. El trabajo ocupaba la menor cantidad de mis horas diarias y el atardecer era mi única preocupación. Era un hombre nuevo. Nuevo y como ella merecía: pero sin ella.
Ya no estaba, pero sus reproches angustiados continuaban clavándose como puñaladas en mi alma todas las noches.

“Vas a ver que irte para la costa te va a hacer bien. No hay nadie en la casa y está alejada del centro. Tranquilidad y naturaleza: lo que vos precisas”, me aconsejó mi hermana. Y justamente allí estaba, donde supuestamente me sentiría mejor. Pero no. Me sentía aún más deprimido y más hundido en los recuerdos.

La tarde se iba entre los árboles de derredor y mi cuerpo amedrentado aun no había abandonado las inmediaciones de la casa. Tenía que salir. La vida no podía detenerse en un tiempo que ya no era. Respiré profundo ese aire libre y lleno de sabores, y supe que mi vida tenía que seguir.
“La tormenta se va a ir”, me dije en voz alta.

Tomé una vieja bicicleta que había en la casa y cerré la puerta… dejando dentro todo el pasado que me había atormentado. Encerré esa nube negra y antipática y me adentré por el monte en medio de la tarde que moría en el mar.
Le estaba diciendo a mi destino que lo cambiaría. Por tantas noches y días me había lastimado diciéndome que sufriría toda la vida, que no volvería a ser feliz, y que la vida, ya no era para mi. Pero eso quedaría detrás de cada pedaleada que me conducía hacia mi amanecer.

No sabía a donde iba, pero eso era lo que me impulsaba. Si la vida me había traído la felicidad desde la nada, yo la volvería a encontrar desde la nada. Y si tenía que perderme, me perdería. La cumbre se acortaba y podía ver a lo lejos como la noche comenzaba a tragarse la playa.
Iba cayendo por la bajada de mi vida cuando me percaté de la presencia de una pequeña luz.

Fui acercándome mientras el aire mezclado con estrellas saladas chocaba contra mi piel. La luna apenas se veía, así que la noche era una sopa de luces eléctricas con gusto a cielo. La luz, al acercarme, ya no era sólo una luz. Una ventana, una puerta y una casa; eso era la luz.

La imagen era un tanto extraña. No había nada en varios metros a la redonda. Todo era árboles altos y rebeldes y a pocos pasos una playa que parecía no haber sido pisadas en varios veranos. Pero la luz estaba encendida. La ventana estaba iluminada, y detrás de las paredes de madera, había alguien.

“Si la vida me había traído la felicidad desde la nada, yo la volvería a encontrar desde la nada. Y si tenía que perderme, me perdería”, recordé mis palabras para responder a la duda de si llamar a la puerta, o seguir con mi camino sin rumbo. Tenía que perderme, y lo había conseguido. No tenía idea de donde me encontraba. Todo era nada.

Casi que escondido entre dos plantas de jazmines, se hallaba un pequeño cartel que enmarcaba: “Chocolatería”. Di tres golpecitos a la puerta de madera y retrocedí hasta dejar el zaguán.

-¡Está cerrado!- contestaron desde adentro.
-Sólo necesito hacerle una pregunta… estoy completamente perdido- respondí sabiendo que más allá de mis palabras, tendría que volver a casa.

Varios ruidos se escaparon por la ventana hasta que se abrió la puerta. Primero, entre el jazmín y la madera, se asomó un pequeño rulo que parecía haber perdido la batalla contra el sol y el mar. Luego saludaron todos los demás, iguales al primero. Jamás una sola palabra, tan sencilla y usualmente usada, podía tener tanta significación. “Hermosa”, pensé al ver sus ojos clavados en mi vida.

-¿Qué necesitas exactamente? No tengo un mapa, ni una brújula, ni menos que menos un teléfono. Y aunque me lo hayan inculcado, he olvidado mi sentido de la orientación. Sólo tengo chocolate, ¿te sirve eso? – dijo ella primero.
-Si – contesté con las palabras ahogadas.

Dio un paso al costado e invitó, con un gesto que hacía mucho no veía en ningún rostro, a pasar a cualquier alma que por allí estuviese.

No podía dejar de verla ir y venir entre tantos frascos y flores. Aquel lugar perfectamente podía ser una florería al que había llegado un cargamento de chocolates por error. O también, una vieja bombonería inundada de flores de muchísimos colores distintos.
Tenía los ojos entre verdes y azules; iguales al agua de la playa. Su piel parecía haber sido moldeada desde la arena que entraba por debajo de la puerta. Y sus cabellos eran hijos de algún sol atrevido que había bajado a la Tierra en busca de la perfección. “Hermosa”, una vez más me dije a mi mismo al verla abriendo frascos y juntando otros.

-¿Sabías que existe una relación única entre las flores y el chocolate? Y no creas que es por Cupido, San Valentín o alguna otra cosa parecida. Es algo único. Algo que muy pocos conocen – dijo colocándose un pequeño pimpollo recién nacido sobre su oreja izquierda.

No contesté absolutamente nada. La magia con la que se movía era demasiado dulce como para ser interrumpida.

-Es una vieja leyenda- comenzó a contar sin importarle mi silencio- y como ya te he dicho, muy pocos la conocen. Allá por aquellos días en los que no había rutinas, la gente era más propensa a experimentar sentimientos que hoy ya se han olvidado en nuestra cultura- hizo una pausa, me miró de reojo buscando confirmar que toda mi atención estaba puesta en ella, y siguió- Dos jóvenes, de pueblos muy lejanos y distintos, se habían conocido hacia mucho tiempo casi que por casualidad. Por sus orígenes, se les prohibía verse, así que no podían darse un beso al atardecer o salir a caminar bajo la lluvia. Pero sus sentimientos, esos que hoy ya se han olvidado, eran muy fuertes y podían ir más allá de cualquier prohibición. Y viajar para romper cualquier distancia-

Hizo un pequeño gesto con los dedos, como si hubiese recordado algo, y salió corriendo hacia el cuarto del fondo. En un abrir y cerrar de ojos, ya estaba de vuelta. Pero esta vez, escondía algo.

-¿Qué tenes ahí? – pregunté intentando ver más allá de su camisa.
-Es para seguir con la historia, ¿me seguís? – contestó colocando una silla delante de mi y sentándose.

Asentí con la cabeza y continuó con la historia.

-El pueblo de él era famoso por su tratamiento del cacao. Hacían el chocolate más exquisito de varios países a la redonda. Usaban todo tipo de combinaciones en sus recetas. Desde insectos hasta extrañas pimientas. Aquellos sabores se quedaron con el recuerdo ya olvidado de sus costumbres. Por otro lado, el pueblo de ella, como ya dije muy alejado del de él, se dedicaba a la plantación y cuidado de todo tipo de vegetación. Los jardines de las casas de aquel lugar, no dejaban un solo espacio a la mera casualidad. Cada centímetro de terreno tenía su propia planta, y claro que cada una de ellas, tenía a su respectiva flor. Una mañana de setiembre, cuando las rosas anunciaban el comienzo de la primavera, aquella joven enamorada se decidió a huir en busca de su amado. Al otro lado del mundo, él también estaba en planes de lo mismo. Sin saberlo, ambos estaban en busca del otro. Es aquí donde comienza la leyenda, o mejor dicho, la receta. Luego de varios días perdidos, por fin consiguieron encontrarse el uno al otro. Ella traía en sus manos un ramo de flores muy diferentes; de todos los colores, olores y texturas posibles. Él, en su bolso, traía el más fresco y puro cacao de su pueblo – concluyó ella sacando de detrás de su espalda, ambos ingredientes.

-Un ramo de flores y cacao. Cada ingrediente era parte de ellos. Una parte de todo lo que habían dejado atrás para vivir su amor, pero también, una porción de su vida, de sus familias, y de todos sus jóvenes recuerdos. Esa misma tarde se encontraron, él y ella, el cacao y las flores, su mundo y su mundo. En ese atardecer tardío, ambas partes su unieron. La lluvia que caía fue la base perfecta para su receta… - se detuvo una vez más.

De repente, y como por arte de algún dios, que para ese entonces ignoraba, la lluvia se hizo presente sobre la playa y la pequeña tienda.

-Vení, te voy a mostrar de lo que hablo -

Sacó una olla de entre varios frascos y bolsas de arpillera y la colocó en la ventana invitándola a que se llenase con la lluvia. Mientras tanto, me indicó que arrancara una flor de cada planta que vivía en la casa. Bruto e ignorante, rompí el tallo de la primera planta que toqué.

-Es así, mirá – dijo ella y colocó su mano sobre la mía. Su piel era tan suave y cálida como la de un pimpollo de jazmín recién nacido. En ese pequeño instante, sentí que el mundo perdido al que había llegado, se detenía delante de mis ojos.

De un bollón que descansaba con paciencia en el suelo, sacó varias tazas de cacao hecho polvo y las introdujo en la olla que estaba a medio llenar. Me indicó que la ayudase a desgajar cada flor recolectada y fuimos poniendo cada pétalo en la olla que comenzaba a tomar color.

Sabía que lo que estaba haciendo, más aún, lo que me estaba pasando, era una completa locura. Pero tenía claro algo, “si la vida me había traído la felicidad desde la nada, yo la volvería a encontrar desde la nada. Y si tenía que perderme, me perdería”. Ya estaba perdido. Todo era nada. Y estaba feliz siendo parte de aquella locura.

Los pétalos se perdían entre la dulzura del oscuro chocolate, mientras la mezcla comenzaba a espesarse. Sacó de entre varios frascos olvidados, un molde que tenía forma de corazón y allí, con delicadeza y tiempo, colocó la mezcla de flores y chocolate; la vida de aquellos dos jóvenes que habían dejado sus pasados para perderse en sus presentes.

La lluvia comenzaba a despojarse de su simpatía y varios relámpagos cayeron cercanos a la tienda. Las velas que iluminaban la preparación de aquella locura de flores y cacao, se apagaron con frialdad.

No podía ver nada. Dejé de sentir ruidos y el aroma del chocolate y de sus rizos salados, comenzó a hacerse lejano hasta ahogarse. Las flores, el chocolate, las ventanas, los frascos olvidados, la tienda, todo se esfumó delante de mis ojos oscuros. No podía creer lo que estaba pasando. La lluvia mojaba mi vida y a la bicicleta que ya había olvidado que existía. Desconcertado, me subí al viejo birodado y comencé a pedalear en la primera dirección que el ángulo me regaló. Me iba dejando atrás lo que no quería. Me iba sin querer irme ni olvidar. Me iba sin terminar de probar aquella aventura.

Sin rumbo y sin saber qué había pasado, tropecé con un montón de ramas caídas en la oscura calle. Caí golpeándome la cabeza contra el húmedo pavimento.

Un sol que había ganado la batalla contra la lluvia, me despertó susurrándome en el rostro. Abrí los ojos con desconcierto, percatándome de que me encontraba en la cama de la vieja casa de la playa. La duda de cómo había llegado hasta allí no me importaba. Pero si, saber qué había pasado la noche anterior.
Me incorporé y lo vi.

Un pequeño paquete envuelto en papel dorado con una tarjeta roja, seguía dormido a los pies de la cama.

“No importa cuanto dure el momento ni cuan larga sea la distancia. La vida puede parecer un campo que separa dos mundos diferentes, pero siempre hay una respuesta que puede tener un gusto mejor. No te rindas, no te busques. El dulce sabor de la vida, está detrás de aquello que parece una locura. No la busques, no la esperes. La receta se prepara sola y en secreto.
Aunque parezca amarga y sin sentido por fuera, cuando la vida te muestre su interior, probarás lo dulce que sabe vivir.”

Dejé la tarjeta a un lado, y abrí el pequeño paquete. El aroma a flores de chocolate me devolvió la esperanza y me aseguró que perderme, era mi camino.


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¡gracias!