No sé qué decirte. No sé qué
decirme. He estado pensando. Días y madrugadas enteras mirándome en mi propio
reflejo. Preguntándome una y otra vez “¿qué pasó?”, “¿qué tengo?”, “¿qué me
hice?”. Creo que todo empezó hace mucho tiempo; en algún momento de la historia,
cuando algo se quebró dentro de mí. Algo sucedió en lo más profundo de mi alma…
y todo cambió para siempre. Pero no lo noté. No lo había notado hasta ahora.
Quizás porque hacía mucho tiempo que no sentía el silencio; en los últimos
meses todo ha sido idas y venidas, con vueltas y más vueltas, y con sus soles y
sus tormentas. Pero no había habido silencio. Así que recién ahora, aquí, en
este momento, después de tanto tiempo, puedo escucharme con claridad. Y lo
único que he podido escuchar es tan simple que me asusta: estoy muerto.
Llevo muerto días, semanas,
quizás meses. Tal vez nunca llegué a conocer la vida. ¿Quién podría ser lo
suficientemente inhumano como para aceptar que, quizás, nací muerto? Nadie
tendría el valor de decirlo. Jamás respiré por primera vez. Nunca lloré tan
fuerte que se me saliesen los miedos. Tal vez nunca abandoné la inexistencia.
¿Acaso, existo hoy? Quizás no fui más que un deseo en el corazón de alguien.
Una ilusión que de tanta persistencia se volvió irrealmente real. Un viento que
habló… pero que jamás dijo algo.
Recuerdo una luz. Tan
brillante y tan pura que no sabía cómo llamarla. Hoy puedo decir que era una
luz. Pero en aquel entonces, no sabía de convenciones lingüísticas. Y
seguramente, de haberlas sabido, no hubiera estado de acuerdo en llamarla
“luz”. Aquello era más que la ausencia de oscuridad. Era la oscuridad y el
destello. El silencio y la tormenta. El dolor y la calma. Las mentiras y las
virtudes. Era… ¿la vida? Apenas la recuerdo. Pero… creo que eso era. Aunque no
lo sé, no a muchos se les da por llamar así a la “vida”. Esa palabra designa
otra cosa: plenitud, perfección, pureza. Y eso no encaja con mi recuerdo de lo
que era la vida.
La vida dolía a cada
momento. Y a la misma vez, se sentía tibia en el pecho. Era como estar en un
tiempo muerto, siempre lleno de interrogantes… pero con el deseo de buscar
respuestas. Y eso no es la vida que hoy la gente aclama: sus vidas no tienen
cuestionamientos, no tienen vicisitudes ni temblores. Y si existen, solo tratan
de esconderlos bajo la alfombra o de espantarlos como a un buitre. Me pregunto
qué sentido tiene vivir en esa
eterna paz. Porque ¿es eso vivir? No lo sé. Tal vez mi diccionario no funcione
bien.
¿Te acordás de mis ojos? ¿De
mis pupilas profundas y mi mirada azul? Yo también. Pero desaparecieron. Se
fueron. Y como consecuencia, hoy todo luce gris. Como si un dios hambriento se
hubiese devorado los colores y todos mis recuerdos. Hoy estoy aquí, desnudo;
porque no tengo pasado ni creo tener futuro. Y este que ves, soy yo; más muerto
que nunca. Y este que no ves, también soy yo; menos yo que siempre.
Mientras tanto, no te
preocupes en buscarme respuestas ni gastes tu tiempo en intentar revivirme. Eso
pasará con el tiempo. Pero eso sí, déjame pedirte un favor. Quizás no sea
sencillo. Seguramente no sea nada fácil. Y te enfrentará a decisiones muy
difíciles. Pero debo pedirte algo. Y no puedes decirme que no. Porque si te
niegas, si no haces lo que te pido… entonces, nada habrá tenido sentido. Y la
muerte solo habrá sido muerte.
Por favor… no dejes que viva
hasta que la vida tengo el coraje de mirarme a los ojos y decirme: “No lo sé.
Nunca lo supe. Y no lo sabré”.
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