Querida tú,
¿cómo estás? Sé
que, por lo general, no tenés una respuesta clara o sencilla para esa pregunta,
pero es un formalismo que prefiero no evitar. Lamento haber dejado de
escribirte, pero no te hacés una idea de las cosas que pasaron en los últimos
meses –igualmente, no importan. Esta carta es sobre vos, no sobre mí–.
¿Cómo te ha ido
con la psicóloga? La semana pasada me acordé de ese tema: iba en el ómnibus y
una mujer hablaba con otra sobre lo “inútiles” que son los psicólogos y lo
mucho que tratan de lavarnos el cerebro. Ambos sabemos que no hubiera bastado
con todo el detergente del mundo para arreglar nuestros problemas, pero espero
que la terapia te esté ayudando a sobrellevar los tuyos.
¿Te acordás de la
carta que me escribiste para mi cumpleaños del año pasado? Volví a leerla –sí,
rompí mi promesa–, pero no como antes, no como aquel año. Esta vez, las
palabras me llenaron de nostalgia los ojos y no pude evitar el llanto. No te
aflijas al respecto: hacía meses que no lloraba y fue bueno recordar a qué sabe
la sal de los recuerdos marchitos. Bueno, pero eso tampoco importa. ¿Tomaste
las clases de cocina que tanto querías empezar? Espero que sí –y no porque la
torta de ese cumpleaños haya quedado fea, pero sí porque me gustaría probar una
nueva versión en el futuro, tal vez en mi cumpleaños del próximo año–, y espero
que te esté yendo muy bien.
Tengo que decirte
algo que estuve evitando decir desde que empezó esta carta. No sé como decirlo
–escribirlo, en realidad–. Supongo que te lo voy a explicar sin explicarlo:
estoy enamorado. No te asustes, no te enojes, no me grites. Pero ambos sabíamos
que este día llegaría. Tarde o temprano, uno de los dos escribiría esta carta y
le contaría al otro que su corazón había vuelto a vivir. Pues bien, esta es mi
carta y este es mi cuento: me enamoré otra vez.
¿De quién? ¿Cómo?
¿Cuándo? ¿Por qué? Son muchas preguntas, pero creo que puedo responder algunas
de ellas. Todo comenzó exactamente el día después al que tú y yo nos besamos
por última vez –antes de que empieces a rabiar, debo decirte que no: no la
conocía de antes ni te dejé para irme con ella–. Sin embargo, a tan solo 24
horas de habernos separado, me encontré caminando por sus caminos. No sé con
exactitud cómo llegué a ella, pero sí puedo decirte que haberla encontrado fue
un viaje sin retorno. Mi relación con ella no tiene vuelta atrás, al menos así
lo siento.
Mi amor hacia
ella era un poco vago al principio, como uno de esos amores de ómnibus que
duran lo que dura el viaje del trabajo a casa. Pero el tiempo empezó a
endurecerse entre los dos y hasta las cosas más simples se nos hicieron
complejas. De repente, nos dimos cuenta de que no podíamos dejar de pensarnos,
de mirarnos, de besarnos ni de buscarnos entre las sábanas todavía humedecidas
con lo temperamental de nuestro amor. Y así sucedió: fue un amor que se fue
haciendo más fuerte todos los días, más grande, más nuestro.
No muchos lo
entienden, debo reconocerlo. Pero dejó de importarme –por suerte–. Hasta mis
propios padres se pusieron en contra de nuestra relación: “Vos no sos así”.
Pero tampoco me importó demasiado. En ella descubrí lo que había querido tantas
veces… Gracias a ella pude sentir o hacer cosas que jamás pensé que sentiría o
haría. Ella me dio la oportunidad de empezar de nuevo, de vivir otra vez, de
encontrarme y no soltarme. ¿Que por qué te cuento todo esto? Es simple: creí
que debías saberlo –o que te interesaría saber que al menos uno de los dos pudo
recomponer su vida, o lo más parecido a ello posible–.
Como seguramente
estés por romper esta carta en mil pedazos, te voy a decir lo que no pensaba
decirte cuando comencé la primera línea: te voy a decir de quién se trata. La
respuesta es más simple de lo que te imaginás, pero mucho más compleja de lo
que parece. En pocas palabras: me enamoré de la soledad de estar conmigo mismo.
Me enamoré de
tener tiempo. Me enamoré de escucharme. Me enamoré de leerme y reescribirme. Me
enamoré de encontrarme. Me enamoré de vivir mi vida. Me enamoré de las cosas
que ya había olvidado que me gustaban de mí mismo. Me enamoré de reírme todos
los días y de nunca sentirme solo a la hora de la cena. Me enamoré de llorar
por cosas que sí lo ameritan y de abrazar a quienes sí lo necesitan. Me enamoré
de estar conmigo mismo y de sentirme bien al mismo tiempo.
Quizás sucedió lo
que no quería: esta carta terminó siendo sobre mí. Pero no lo lamento. Algo me
dice que es lo correcto, que tenías que saberlo y que yo tenía que decírtelo.
Como sea, espero que tú también puedas volver a enamorarte pronto, porque la
vida no tiene sentido sin amor, al menos no ese sentido que pica en el estómago
y quema en el corazón.
Esta vez, sí me
gustaría que respondas, pero debo decirte que no esperaré tu respuesta.
Mientras tanto, seguiré viviendo mi vida conmigo mismo.
Con un creciente cariño,
yo.
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