miércoles, 31 de mayo de 2017

"Desenamorarse, eso que no hacemos –ni sabemos–"

¿Alguna vez se pusieron a pensar en lo rápido que podemos llegar a enamorarnos, en la velocidad con la que inevitablemente caemos en esas pegajosas redes? Unos cuantos días, un par de charlas, unos pocos besos apretados, una noche de verano. Nos enamoramos tan rápido que cuando nos damos cuenta de lo que pasó… ya es demasiado tarde y no estamos dispuestos a desenredarnos.

El asunto no está en enamorarse, porque, después de todo, ¿qué podría tener eso de malo? Enamorarse implica usar el corazón, abrir el alma de par en par, compartir un montón de cosas y no dormir solos la siesta en invierno –y alguna cosa más–. Por lo tanto, enamorarse no tiene nada de malo, pero sí es cuestionable la velocidad con la que lo hacemos. ¿Alguna vez se pusieron a pensar en lo fácil que nos resulta enamorarnos de un desconocido?

No tengo una respuesta a la cuestión, pero sí me he dado cuenta de algo sobre lo que creo que vale la pena reflexionar durante un par de renglones: la predisposición. La vida nos prepara para enamorarnos. Para que nos entreguemos. Para que formemos una pareja que nos acompañe a todos lados y en todas las cosas. Durante años, durante generaciones y generaciones, a través de ríos de tinta, horas de películas o eternas notas musicales, nos hemos encargado de impartir esa longeva –y carcelera– predisposición a enamorarse.

Como dije anteriormente, enamorarse no tiene nada de malo. Al contrario, pese a sus aspectos debatibles, enamorarse es mucho más bueno que perjudicial –a diferencia de otras drogas–. Pero ese no el asunto. Tampoco lo es la velocidad ni la celeridad con la que procuramos enamorarnos –antes de cierta edad, de la persona que apenas nos agrada, con el miedo de terminar quedándolos solos para vestir a los santos–. La cuestión no es la instalada predisposición a enamorarse, sino la desinstalada idea del desenamoramiento.

No sabemos desenamorarnos. No estamos preparados para el desamor. Nadie nos enseña a dejar de amar. Y no hablo solo de dejar de amar por el ineludible hecho de que alguien le pone fin a una relación de la que formábamos parte, sino de ese paso más difícil de dar: desenamorarse por nuestro propio bien, por querernos antes y preferirnos también después.

Preferimos seguir enamorados –ese estado que incluye siempre hacer pesar el “lado bueno” de la balanza– de una persona que nos hace sufrir, que no nos merece o que simplemente dejó de gustarnos como antes, en lugar de desenamorarnos. Preferimos seguir enamorados –en lo más falso del término– de una relación que ya no existe, antes que quedarnos solos con nosotros mismos. Preferimos enamorarnos de alguien que no conocemos con tal de  hacernos creer –en una mentira muy mal contada– que ya nos desenamoramos de ese alguien que sí conocíamos, en lugar de desenamorarnos como corresponde. Preferimos un amor barato y rápido de digerir antes que un desamor necesario y justo.

¿Por qué no nos desenamoramos? No lo sé, pero sigue siendo eso que no hacemos –ni sabemos–.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¡gracias!