jueves, 20 de diciembre de 2012

"Esas cosas no se hacen sin amor (pero se hacen igual)"


Luego de tantos días sin tocarnos, me enderecé y la miré de reojo desde el sillón que daba al balcón. Mis deseos de acercarme eran asesinos en busca de sabiduría. Pero no podía hacerlo. No sin sentirlo desde el alma. No podía acercarme si mi corazón no me lo decía. No podía tocarla si las mariposas en mi estomago estaban dormidas. “Esas cosas no se hacen sin amor”, decía mi madre. Y por alguna razón, le creía. Esa era mi filosofía.

Pero aquella madrugada. Aquella madrugada cuando la miré de reojo desde el sillón con vista al balcón, me olvidé de todo lo que me había dicho mi madre. El calor desgarrador trepaba desde los cimientos de la casa hasta llegar al techo de tejas azules. El aire se colaba entre el ventilador que rugía a un costado de su cama y la luna no era más que otra testigo acalorada de aquella noche de diciembre.
Me puse de pié, y me quedé mirándola fijo por varios minutos.

La miré con los labios inundados de deseo y concupiscencia. La miré mientras ella miraba al vacío con su silueta despechada. Hacía varios días que no nos hablábamos. Ni siquiera nos saludábamos por la mañana al levantarnos. Ella se había quedado ahí, en su cama, porque yo me había apoderado del resto de la casa y no había vuelto a entrar en su cuarto. Allí estaba. Deseosa de mi encuentro. Tentándome en su silencio carcelero.

No pude contenerme más y me acerqué. Me acerqué con la respiración acelerada y el pulso en el cielo. Me miró y se sonrió victoriosa. Lo había logrado. Me había acercado. Yo había vuelto a ella por mi propia voluntad mientras ella se guardaba en su silencio seductor. Me acerqué, y con las mariposas rebotando en el cuello de mi estomago, no dudé en acariciar su silueta engreída. Estaba fría y desnuda por mi culpa. Así la había dejado la última vez que nos encontramos. Fría, desnuda y olvidada en aquel escritorio.

Hicimos el amor entre las hojas y nos perdimos entre la humedad sofocante de la tinta. Aquel ruido era sublime. Aquella melodía que salía desde su boca como resultado del amor en movimiento, era el más dulce de todos los sonidos. Su cuerpo volvía a calentarse y su silueta desnuda volvía a ser encantadora.
Hicimos el amor durante horas. Hicimos el amor como si fuese el primer día que nos viésemos las caras. Hicimos el amor como dos jóvenes amantes que se encuentran a escondidas en su nido de pecados y cosquillas. Hicimos el amor y el amor nos hizo.

Ya todo estaba olvidado. Éramos uno solo otra vez. Y la inspiración no fue el fruto, sino la causa. Y la belleza no fue la causa, sino el fruto.

Dejé de tipear sobre su cuerpo y me detuve a mirarla por un instante. Me alejé del escritorio y le sonreí por siempre ser mi amiga y mi amante.
“Al fin terminé la novela”, dije sacando la última hoja de su carro. 

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