jueves, 14 de febrero de 2013

“Un susurro para el dolor”



El dolor de cabeza de la noche anterior, no se había ido. Abrí las persianas y el sol me entibió las mejillas que habían quedado por fuera de las sábanas. Aquel cuento que contaba mi madre, de que dormir curaba todo, ya no me funcionaba. Ese dolor de cabeza tenía otra razón para persistir en mi rutina.

Desenredé mis lagañas y abroché mi camisa, blanca como las nubes de invierno que se pintaban en el cielo de julio. Coloqué el café en el termo y salí con guantes y bufanda incorporados.
Camino a la oficina, observé a los niños caminar hacia las escuelas. Sus sonrisas dormidas y sus moñas desarmadas me traían recuerdos tan dulces. Esos niños me llevaban a la escuela, y la escuela, me llevaba a mamá.

Las cosas habían cambiado, y mucho. Desde que mamá había muerto, mi vida iba cuesta abajo. Apenas lograba salirme de la rutina… los días eran una fotocopia de la semana anterior y esa de la anterior y esa de la anterior y esa del año pasado… Tan sólo simples modificaciones, casi imperceptibles. Y ahí estaba, sentado en el cuarteado sillón de cuero de la oficina con vista a más oficinas. Y ese dolor de cabeza que no se iba. Ese dolor que era más que un dolor. Era un grito desesperado del alma.

La tarde se desperezó detrás del escritorio de roble. El mal descongelado sol de invierno se colaba entre alguna puerta y ventana, pero el aire no daba tregua en su lucha por permanecer gélido.

-Vamos a ir al bar nuevo que abrió a la vuelta, ¿querés venir?- me invitó desde lejos un rostro del que ya había olvidado el nombre.
-No gracias… estoy medio engripado. Esta noche paso, la cama me espera- contesté cerrando la puerta de la oficina y vi como aquel rostro que cada vez me era menos familiar, se iba, dejando atrás montañas de papeles, papeleras atiborradas de números y letras, y más atrás, a mi.

El cielo ya no era el de la mañana. Estaba manchado de café. “Agua helada…”, pensé en voz baja caminando de regreso a casa. La última cuadra antes de llegar, siempre había sido tan oscura. Apenas se escapaba luz de alguna ventana olvidada. Las llaves estaban más frías que el aire, pero las incrusté con fuerza contra la cerradura y escapé de la intemperie.

Cerré, tiré el saco arriba del sillón y al volverme para ir hacia la cocina, me tragué la amargura más dolorosa de la cuadra. Más allá de la ventana, en la vereda de enfrente, un ser humano, igual a mi, se encontraba recostado sobre cartones y algunos harapos. No lo había visto al llegar, pero ahora allí estaba. Frente a mi ventana. Luchando contra la helada. Recordé el cielo manchado de café; el agua helada que no tardaría en caer sobre su alma.

¿Qué tenía para perder? Moriría. No pasaría de esa noche si su corazón latía rodeado del cruel invierno. Corrí a la cocina por una taza de leche, tomé una manta del closet y volé hacia la vereda de enfrente, justo donde la enmarcaba mi ventana.

-Buenas noches… le traje algo para beber y un abrigo… no es mucho, pero algo es algo…- dije acercándome sigilosamente.

Silencio. Un silencio más cerrado que el mismo vacío del universo. Me acerqué un poco más para comprobar si estaba durmiendo… Pero no había ronquidos ni respiración suavizada. Sólo veía un cuerpo cubierto por frazadas y un par de cartones. Su cabeza estaba cubierta y mirando hacia el lado opuesto, así que tampoco podía ver sus ojos.

-¿Me escucha? ¿Se encuentra bien?- volví a intentar entablar contacto. Pero nada. Otro fracaso. Otro silencio frisado.

Me acerqué y le toqué el hombro. Estaba congelado. Me volví hacia atrás como reflejo por tal frío. Tenía que ayudarlo, si era que aún podía hacer algo… Me acerqué una vez más y lo moví con fuerza. Se cuerpo se deslizó hacia donde me encontraba y la vi. Tenía los labios morados y sus ojos pintados con desesperanza verde. Temblaba y respiraba como podía.

-Tranquila-le dije nervioso- vamos despacio hasta mi casa y llamemos a un médico- agregué apresurado.

La tomé entre mis brazos y caminé de vuelta hacia la casa de la ventana azul. Le quité la frazada que ya no era más que un par de hilos teñidos, y le coloqué un acolchado de lana que mi madre me había tejido de niño. Llamé al médico y le preparé un té bien caliente. El aroma a hierbas no tardó en invadir la casa.

-Tómalo que te va a hacer bien…- le dije acercándole la taza.

Me miraba desentendida pero no soltaba una sola palabra. Se pegó al té y lo tomó casi de un trago. Una taza de té no haría nada, pero su alma comenzaba a ser arañada por ese tibio sabor, y no tardaría en mejorar.

El médico no demoró en llegar y en diagnosticar un principio de hipotermia.

-Podemos llevarla a un refugio que hay aquí cerca o…-
-O… puede quedarse aquí. No sería problema. Puedo cuidar de ella- contesté impulsivamente, sorprendiéndome yo mismo por mi respuesta.
-¿Está seguro señor? No conoce a esta joven, no sabe nada sobre ella…- justificó el doctor.
-Lo sé, pero no tengo problema en hacerlo, de verdad, quiero hacerlo-

El médico sonrió con aprobación y se fue dejando instrucciones contra el frío.

-Aquí tienes otra taza de té. Voy a preparar algo para cenar, ¿tienes hambre?-

No había palabras, pero esta vez, hubo un gesto. Aprobó con sus ojos callados.
Encendí la radio para romper el incómodo silencio y comencé a cocinar. Corté verduras de todos los colores mientras la miraba de reojo desde la cocina. El aroma a estofado comenzó lentamente a suplantar al de las hierbas del té. Mientras se bañaba, ofrecimiento previo de mi parte, preparé la mesa con velas y servilletas de las que nunca usaba. Hacía tanto no cocinaba para dos… Me toqué la cabeza por un leve empuje de mi dolor pero seguí revolviendo la olla.

-La última vez que cociné estofado, aún vivía mi madre, así que espero que espero no haberme olvidado cómo se hacía- dije sirviéndole un plato de la humeante preparación.

Como el silencio sería obvio, me serví y me senté al otro lado de la mesa. Entre cucharada y cucharada, cruzábamos miradas perdidas, pero en seguida bajaba la cabeza. ¿Por qué estaba cenando con aquella extraña por mi propia voluntad? ¿Por qué la había ayudado? ¿Cómo se había roto mi rutina de esa forma? No lo sabía, pero quería cenar con ella. Quería ayudarla.

Mientras lavaba los platos, ella paseó curiosa por el living. Su mirada parecía estar descubriendo un mundo maravilloso y completamente desconocido. Se detuvo ante la biblioteca y acarició los lomos de los libros con melancolía.
Sus ojos verdes eran tan jóvenes pero su mirada estaba tan cansada. No tendría más de veinticinco años. Su cabello chocolate, caía por su frente hasta taparle el ojo izquierdo.

-Siempre quise aprender a leer…- susurró entre los libros.
-Es hermoso hacerlo. Las aventuras se despliegan por si solas, página a página. Eso me llevó a escribir… hasta antes de que mi madre muriese… lo hacía porque mi alma me lo pedía. Pero, de repente, dejé de hacerlo. Creo que tengo miedo de volver a intentarlo-
-¿Puedes leerme algo de lo que escribías?-

Asentí con la cabeza y fui en busca de mis viejos cuadernos. Alguno de ellos no debería de estar muy lejos.

-Aquí encontré algo… recuerdo muy bien el día que lo escribí…-
-Léemelo entonces, debe de ser precioso- contestó ella envolviéndose en la frazada.
-“Fácil y sin rima

Aquí, en esta hoja que me regalaste
fruto de la sobra de tu trabajo constante
aquí, te recito y te cuento lo que no te digo
por no tenerte conmigo cuanto quisiera,
pero te lo digo, aquí en esto que es tuyo,
fácil y sin rima
para que se prenda a tu corazón rápido
y a la par de tu rutina.

Cuando luego del desayuno que ni tomas
te veo irte y despedirte de nuestra cama
allí es cuando deseo ser el número de tu cuenta,
para verte entre las hojas,
para que me mires y me cuestiones,
ser tu incógnita por la mañana
y al caer la noche darte la solución
que nos vuelve a unir a la cama.

Me callo y no te digo nada cuando hay tanto,
tanto que desborda y cae de mis ojos al extrañarte.
Estos versos que se que no te gustan
no tienen rima ni complicación,
aunque sé que no te gustan te los escribo
porque no te veo cuando el sol me abraza,
así que tómalo y bébelo con tu café de oficina
mientras yo respiro tu perfume en la almohada.

Amor que me besas cuando llegas de la jornada
¿te dije que te quiero
así de fácil y sin rima
?”
-

Terminé conteniendo mis lágrimas al recordar el momento por el que escribí cada verso, y levanté la mirada hacia ella. Ella no había logrado impedirlo, pero desconocía el motivo.

-Es hermoso, simplemente hermoso- dijo entre lágrimas.
-Gracias… me trae muchos recuerdos-

Ambos nos perdimos en el silencio de la noche. Nuestras miradas se perdían sin sentido y pensativas entre la del otro.

-Te noto muy triste por lo de tu madre… ¿puedo hacer algo por ti?- dijo ella poniéndose de pie.
-¿Qué cosa? No creo que se pueda hacer algo con esto-
-Tú solo escúchame y confía en mi. Cierra los ojos- contestó sentándose a mi lado en el sillón.

La miré con recelo pero su mirada me dio seguridad. Cerré los ojos, intentando anular el dolor de cabeza, y dejé escapar un suspiro.

-Despeja tu mente. Borra la rutina de tus pensamientos. Saca todo de tus neuronas. Quédate en blanco. Volvamos a cuando era niño… vuelve a ser niño. Camina a la escuela. Ve hacia la escuela tomado de la mano de tu madre. Imagina la calle, las baldosas, tus pequeños pies caminando a la par de los de tu madre. Siente el calor en tu mano abrazada por la de ella. Respira tu sonrisa y tu nerviosismo por el primer día de clase. Allí van, tu madre y tú, caminando el mundo. Estás llegando, y sabes que ella se irá y tú tendrás que quedarte. Pero no estés triste, ella siempre volverá por ti. Sigue caminando, vamos. Llegan a la puerta, llega el adiós. Debes dejarla ir… tienes que quedarte allí. Tienes que afrontar la escuela tu solo, pero porque así son las cosas. Entiende que ella jamás te dejará, siempre estará a tu lado. Siempre cuidándote, donde quiera que esté. Imagina que al llegar, ella te abraza. Abrázala con toda tu alma. Dile con ese gesto cuando la quieres. Cuanto la extrañaras…- dijo casi que en susurro. Sintiendo cada palabra. Haciéndome volar con la mente. Escribiendo mi visión.

Hizo una pequeña pausa. Supongo que para que me quedase en ese momento. En ese recuerdo que existía en algún lugar de mi mente. Una lágrima cayó hasta mis labios. El dolor de cabeza se agravó de repente. Casi como si el mundo de mi mente estuviese por colapsar por un evento no planificado, el dolor de cabeza se apoderó de mi cuerpo.

-Ahora, llegó el momento de decir adiós. Tienes que dejar ir a tu madre, es triste, no quieres hacerlo, pero tienes que hacerlo. Tienes que seguir con tu camino. Dile que la quieres, dile cuanto la quieres, pero dile adiós…-
-Adiós má…- susurré al aire.

Las lágrimas se escaparon de mis ojos sin control. Pero no eran lágrimas de tristeza. Eran lágrimas de sonrisa. Aquel recuerdo era hermoso a su manera. Sabía que mi madre estaba ahí, pero nunca había podido decirle adiós, y necesitaba hacerlo. La despedida estaba ahora hecha. Con tristeza, pero con esperanza de seguir, las lágrimas caían de mi sonrisa.

-Gracias. No tengo palabras para agradecerte esto, de verdad, gracias. Me siento muchísimo mejor. Siento que estoy en paz conmigo mismo- contesté y le di un beso en la mejilla. Ya no sabía lo que hacía, pero no sentía el deseo ni la capacidad de controlarme. Durante tanto tiempo había estado muerto, actuando a la par de la rutina. Pero eso se acabaría. Desde el surgir de sus palabras abrasadoras, ya no sería un títere alienado.
-Gracias a vos. Hoy me salvaste la vida. Quien sabe si ahora estaría viva si no hubiese tenido tu ayuda-
-Gracias a vos. Vos me salvaste a mi-

Tomamos una última taza de té y reímos sobre lo que uno no acostumbra reír. Se acostó en el sillón y cerró los ojos con esperanza.
Subí las escaleras y me acosté. El recuerdo del reciente susurro de sus labios, parecía aún acunarse en mis oídos. Miré por la ventana, y agradecí al cielo por mancharse.

A la mañana siguiente, me desperté con una paz que jamás había sentido. Abrí los ojos, y me di cuenta de que el dolor de cabeza de la noche anterior y la anterior, y de muchas semanas atrás, ya no estaba. 

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