En tan solo unos días, en
unas cuantas horas, en lo que un par de soles bajan y otros suben… todo cambiará: mi vida está a punto de cambiar
para siempre. Porque sucederán cosas. Porque algunas otras no sucederán. Y
porque haré que otras cosas se vayan sucediendo con el correr de las semanas.
Sea como sea, mi mundo tal como lo conoceré hasta dentro de un par de días más,
dejará de existir. Dejará de latir al ritmo que lo ha venido haciendo. Dejará
de hablarme en el lenguaje que ha venido hablando. Dejará de girar en las únicas
direcciones que conocía hasta ahora. Pase lo que pase, todo será diferente
desde entonces.
Raro: sí, muy raro.
Diciembre suele ser un mes para cerrar, para hacer balances, para planificar,
para desear para adelante. Para quedarse quieto y mirar para atrás y proyectar
hacia el futuro. Y ahí está lo raro: en pocos días, mi diciembre no será un
diciembre como los demás (o como el de los demás). A diferencia de todos los
años que ya he vivido, este diciembre no será de miradas en retrospectiva ni de
autoevaluaciones. Llevo un año haciendo eso: todo el 2017 fue de pensar,
reflexionar, mirar desde diferentes ángulos las mil y un cosas que me pasaron
antes y en el presente que iba viviendo día a día. Y eso llegó a su fin. Llegó
el momento de terminar el año. Pero antes de que termine, empiezan un montón de
cosas: al menos, de eso me voy a encargar y haré todo lo posible para no
defraudarme.
En pocos días, pase lo que
pase, empezaré de cero: empezaré otra vez, empezaré cuando todos deciden que es
momento de terminar, empezaré sin mirar atrás, empezaré con los pies bien
puestos en la tierra, empezaré con el alma emparchada y con los ojos todavía
salados. En tan solo un par de días, un relámpago caerá furtivo sobre mi vida:
y todo, todo se llenará de luz, de energía, de razones y de motivos. Pase lo
que pase, ya nada será igual, ya nada será como lo conocí hasta hoy, ya nada
tendrá el mismo sentido. Me atrevería a decir que mi propia existencia habrá
pegado un salto tan alto que por momentos habré de desconocerme a mí mismo. Y
no, no quiere decir que ahora esté tan alto como alguna vez soñé: no, al
contrario. Si he de saltar tan alto es porque he llegado al borde del abismo y
de las profundidades más hondas y oscuras que alguna vez creí conocer con mis
propios ojos y vivir con mi propia alma. Voy a saltar para poder subir.
No tengo miedo. Y tampoco
estoy triste al respecto. Este 2017 ya tuvo demasiados miedos, ya tuvo
demasiadas tristezas. Muchas, demasiadas, vividas en silencio. Tragando saliva.
Tragando desamores. Tragando tragos intragables. Y no me arrepiento. Y no los
borraría ni con el codo. Fueron, pasaron, me dejaron lo suyo y ahora tienen sus
valijas prontas y sus boletos en la mano. Se van. Se van para quizás algún día
volver, con otras ropas y otros rostros.
El reloj me mira y la cuenta
está a punto de llegar a su fin… mejor dicho: el reloj me mira y sabe que
después de este largo letargo, por fin volverá a andar. El tiempo volverá a
girar. El cielo volverá a ir y venir. La noche volverá a dormirse tranquila. Y
las palabras volverán a charlarse. Ya nada será igual. Ya todo será diferente.
Ya todo será.
Estoy listo, con el corazón
en la mano y el alma abierta de par en par. Y no, no tengo nada que
reprocharme, reprocharte o reprocharle. Ya está. Ya casi todo termina y ya casi
todo comienza.
En tan solo un par de días…
Ahora solo me queda esperar.
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