Un día te llegará una carta
que se dará de bruces con tu realidad inmediata. La mirarás de frente, la darás
vuelta una y otra vez, leerás varias veces el destinatario y antes de abrirla
ya sabrás todo lo que dice y quién la firma. Y en ese momento hasta tendrás
claro qué responder sin siquiera haber visto las últimas dos palabras del
renglón final.
Un día te llegará una carta
que cambiará todo para siempre o que no habrá significado más que el gasto
innecesario de un pedazo de papel y unas tiras de cartulina. Allí dirá todo lo
que durante tanto tiempo esperaste y todo lo que ya dejaste de esperar.
Un día te llegará una carta
y te sentirás poco sorprendida por su arribo a tu buzón. La fecha, la hora y el
lugar ya los tendrás más que sabidos. Los involucrados, los desentendidos y los
enamorados… a todos los tendrás bien conocidos. La ropa, el perfume y hasta el
peinado: todo te resultará familiar en tu proyección de lo que podría suceder.
Un día te llegará una carta
que irá cargada con el deseo imperioso de que no la respondas. “No respondas,
por favor”, dirá el texto en alguna parte. Y recordarás tus propias palabras,
tus propios deseos lejanos y tus propios miedos todavía frescos.
Un día te llegará una carta
y la abrirás. Confirmarás la identidad de quién la envía, confirmarás el motivo
–la cita, con la fecha, el lugar y la hora que ya sabías–, confirmarás las
últimas dos palabras del renglón final –“te amo”– y confirmarás todo lo que ya
tenías confirmado desde antes de abrirla, desde el “no respondas, por favor”
hasta la presencia inamovible de todo lo que esperabas, pero ya dejaste de
esperar.
Un día te llegará una carta
que hará de tu estómago un bullicio de décimas de diciembre. Te enojarás,
gritarás, sonreirás, mirarás el cielo rojo y sabrás exactamente qué hacer: esa
respuesta que siempre supiste que algún día habrías de afrontar.
Un día te llegará una carta.
Y sabrás que es mía.
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